El cardenal Gerhard Müller presidió la Eucaristía con que la CECH inauguró la 110ª Asamblea Plenaria. En su homilía recordó la persecución de los primeros cristianos y aprovechando el día de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, llamó a la unidad de la Iglesia.
Dijo que “Jesús nunca escribió un libro ni dejó nada físico relacionado con su persona. En cambio, entregó sus enseñanzas a sus discípulos, específicamente a doce hombres comunes y corrientes, y les dijo que evangelizaran a todo el mundo”. Continuó indicando que “el Señor no sigue el plan de marketing del mundo con todos sus métodos ruidosos y molestos”.
Comentando el Evangelio de los mercaderes del templo, animó a quienes les preocupa la disminución del número de fieles, indicando que la Iglesia está en una etapa de purificación “al igual que el día en que Jesús derribó las mesas, la purificación es dolorosa e inquietante. Que haga su trabajo. Mantengámonos fieles y no nos desanimemos.”
Las palabras del prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe sorprenden, tanto como sus declaraciones a un diario chileno, donde indicó que no existe oposición al Papa Francisco, pese a que él mismo lidera a una de esas facciones.
En su homilía, la alusión a los primeros cristianos pareciera comparar a la Iglesia chilena con esa comunidad originaria, que testimoniaba su fe en la adversidad.
En verdad la Iglesia chilena enfrenta un escenario social adverso, manifestando una evidente crisis de credibilidad. Sin embargo, aquella referencia pareciera insinuar que la Iglesia chilena fuera víctima de una persecución. Nada más impropio porque la desconfianza ganada es fruto de vergüenzas y escándalos provocados, no por la maldad del mundo, sino por la maldad que también existe en la propia Iglesia.
Entonces, es bueno prevenir a los obispos chilenos para que no caigan en la tentación de victimizarse, porque las verdaderas víctimas son personas indefensas del poder utilizado por algunos miembros del clero, que llegaron incluso a convertir sus actos en delitos deleznables. También son víctimas esa enorme cantidad de chilenos y chilenas, sedientos de Dios, que se desconciertan con el anti testimonio de algunos clérigos.
La llamada a la unidad del cardenal Müller es bienvenida, sobre todo para este Pueblo de Dios que camina en Chile como ovejas sin pastor (Mt 9, 36b). Hay que permanecer unidos, sí, para testimoniar el Evangelio con misericordia, asumiendo unidos las consecuencias de los errores, de las faltas y de los delitos, reconociendo con verdadero arrepentimiento y dolor el daño provocado.
También la unidad es necesaria para animarse mutuamente y para liberarse del apego al poder, al dinero y a no pocos privilegios. La Iglesia no necesita unidad para defenderse corporativamente de hechos que deben ser sancionados e indemnizados como Dios manda, como tampoco para tender un manto de silencio y de impunidad donde hay necesidad de verdad y justicia.
Jesús llamó no sólo a hombres, también a mujeres. Precisamente fueron ellas quienes expresaron su fidelidad incondicional, mientras ellos dieron muestras de flaqueza. También las mujeres fueron sus discípulas. Enfatizar la condición de género masculino tiene el riesgo de insinuar un Evangelio machista y misógino que no resiste análisis en el siglo XXI.
Es bueno alentar a los obispos llamándolos a servir, porque “el episcopado no es dominio, sino servicio” como recordó el Papa Francisco en la ordenación episcopal de don Angelo de Donatis (9 de noviembre de 2015 san Juan de Letrán).
Y aquella alusión al marketing parece una crítica a esos cristianos y cristianas que han acogido el llamado del Papa a “hacer lío”, no para vanagloriarse de un protagonismo absurdo ni para faltar el respeto a nadie, sino para expresar una voz necesaria y recordar que todos los bautizados son Iglesia, en igualdad de derechos y obligaciones.
Sólo así se expresa con efectividad el servicio de un laicado maduro, que viviendo en medio de las realidades temporales, adquiere una mirada privilegiada para advertir a los pastores acerca de los peligros y contradicciones que no han podido ver.
Es lamentable que un obispo interprete la voz del laicado como ruido, mientras ante los escándalos del clero se guarda silencio. No, ése es el silencio de los sepulcros (Mt 23, 27) que nadie puede permitir. ¿O es que son mejores cristianos aquellos que les rinden pleitesía y les hacen reverencia a sus contradicciones? Si para construir una Iglesia más evangélica es necesario molestar, nadie mejor que los pastores debieran alentar la conciencia despierta del laicado para molestar y hacer ruido.
A monseñor Müller no le preocupa el éxodo de católicos que se alejan de las comunidades. Pero al laicado sí preocupa mucho que nuestros propios hijos, nuestros jóvenes, nuestros amigos, nuestros colegas y, a veces también, nuestras parejas abandonen la Iglesia. Nos duele y nos entristece hasta con angustia.
Nos preocupa mucho ver cómo nuestra Iglesia se convierte en un ghetto irrelevante, porque la sal que se nos confió para dar sabor al mundo se vuelve insípida, porque la luz que se nos entregó en el bautismo se disipa, y porque esa levadura, que nos regaló el Espíritu Santo, para esponjar la dureza de la vida no logra fermentar nuestra cultura.
Entonces, don Gerhard Müller debe saber que nuestra Iglesia no se purifica cuando nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros jóvenes; cuando los pobres, los trabajadores, las mujeres y los pecadores irredentos, por falta de misericordia, abandonan nuestras comunidades. Nos duele en el alma, porque así ellos van perdiendo la esperanza y nuestra Iglesia se va vaciando de un tesoro humano perdido por la indolencia.
Nuestra fidelidad es ante todo para el Señor y porque no nos desanimamos seguimos clamando, no sólo al cielo, sino también a nuestros obispos, a nuestros curas y también al Papa.
No nos desanimamos, al contrario, estamos conciente que hoy más que nunca “ha sonado la hora de los laicos” (Homilía de san Juan Pablo II en la Misa de Cristo Rey al culminar el Jubileo de los Laicos, Roma 2000), porque otra forma de ser Iglesia es posible.