La difusión de algunos correos intercambiados por los cardenales Ricardo Ezzati y Francisco Javier Errázuriz en 2013 y 2014, ha permitido confirmar que ciertos dignatarios de la Iglesia Católica, más allá de su proclamada condición de líderes espirituales, son en realidad hombres de poder, políticos calculadores y desinhibidos.
En este caso, ha quedado en evidencia que usaron métodos no precisamente santos para influir, presionar y hasta amenazar para bloquear la posibilidad de que un sacerdote respetado por su labor social y crítico de la jerarquía, Felipe Berríos, fuera designado capellán de La Moneda, y para impedir que Juan Carlos Cruz, víctima y denunciante de Karadima, integrara una comisión pontificia de previsión de los abusos sexuales. Los cardenales lograron ambos objetivos. No cabe duda que son poderosos.
Las autoridades eclesiásticas han jugado históricamente un papel político. Lo han hecho al tomar posición frente a los asuntos sociales, económicos, culturales y morales. Nadie discute su derecho, y el de cualquier eclesiástico, a pronunciarse sobre los dilemas de este tiempo. Es lo que hace el Papa. El problema es, como siempre, el de los fines y los medios, el de la congruencia moral, en definitiva el de la decencia.
Errázuriz y Ezzati no imaginaban, por supuesto, que sus maniobras iban a trascender a la opinión pública. Tampoco lo imaginaban los empresarios y políticos que hoy enfrentan las indagaciones del Ministerio Público.
Vivimos en una época en que casi todo se termina sabiendo, lo cual obliga a las figuras públicas, y particularmente a quienes detentan cargos de representación, altas funciones en el Estado y el sector privado, a ser prudentes y, en lo posible, rectos.
Con mayor razón deberían actuar así quienes, por representar a una institución religiosa, se han acostumbrado a pontificar sobre el bien y el mal y a dar lecciones de moralidad a todo el mundo. Se trata de la cuestión de los escrúpulos, definitoria de los principios y la forma de actuar de cada ser humano. La cuestión es no dejarse impresionar por las apariencias: nos consta que las instituciones sirven no pocas veces para esconder las miserias humanas.
“Es un sinsentido invitar a Carlos Cruz- dice Errázuriz en un mail de abril de 2013-, que va a falsear la verdad, para que obtengan una buena información los obispos. Por lo demás, ¿cómo lo invitan a él, y no invitan además a quién presente las cosas desde nuestro punto de vista. Por otra parte, él va a utilizar la invitación para seguir dañando a la iglesia”.
¿A qué se refiere Errázuriz cuando dice “nuestro punto de vista”? ¿A la necesidad de combatir los abusos sexuales intramuros? No parece ser esa su preocupación, sino la urgencia de ahogar las afirmaciones de Cruz y demás víctimas de Karadima de que la jerarquía de la Iglesia no solo se tapó los ojos ante las fechorías, sino que tuvo una actitud de connivencia con los culpables. Eso es lo que le provoca mayor desazón. “La serpiente no prevalece”, proclama al final de ese mail, seguro de encarnar la pureza y seguro también de que sus adversarios representan al demonio.
Es muy cierto que el hábito no hace al monje. Y que los ropajes cardenalicios no sirven para cubrir la inanidad moral. Es legítimo, entonces, que los católicos levanten la voz, pidan cuentas y exijan transparencia. El ambiente de opacidad y secreto que ha predominado dentro de la Iglesia por mucho tiempo es el que ha facilitado las cosas a los abusadores de toda clase.
La lucha por la decencia no debe detenerse ante ningún muro. En una sociedad abierta como la que queremos tener, los ciudadanos no debemos dejarnos intimidar por ningún poder, ni político, ni económico, ni militar, ni gremial, ni comunicacional, ni eclesiástico. Nos asiste el derecho de criticar a cualquiera que abuse del poder que ostenta.