El fallo del Tribunal Constitucional que rechazó la pretensión de inconstitucionalidad de la glosa del Presupuesto 2016 que determinaba los recursos para iniciar la implementación del sistema de gratuidad en la educación superior y que acogió lo concerniente a los denominados “requisitos de elegibilidad”, que con el objetivo de que también pudieran acceder a el los estudiantes de universidades privadas que no pertenecen al Consejo de Rectores, institutos profesionales y CFT presentaron 31 parlamentarios UDI, RN y Evopoli, ha servido para reponer varios debates.
El primero, respecto de sus alcances. Porque mientras el gobierno entiende que el único cuestionamiento es sobre algunos requisitos para las instituciones que quieran adherir al sistema (acreditación, participación triestamental y ausencia de vínculos con sociedades con fines de lucro), para la derecha se trata de un reconocimiento a una supuesta discriminación respecto de aquellos estudiantes que estudian en instituciones que no cumplen dichos requisitos.
La abogada y ex ministra Paulina Veloso, quien alegó defendiendo la posición del gobierno ha sostenido con claridad que este pronunciamiento, no cuestiona ni el principio de la gratuidad que el gobierno busca implementar desde 2016, ni tampoco afecta el monto aprobado en la ley de presupuestos, por tanto lo que debe ocurrir en lo inmediato es que se modifiquen las formas de asignación de recursos a las instituciones para la cancelación de matrículas y aranceles del 50% de los estudiantes que forman parte de los cinco primeros deciles.
Sin embargo, más allá de este importante debate, en que siguen enfrentándose las posturas de quienes consideran que la educación es un bien de consumo, como lo explicitó con singular honestidad el ex Presidente Piñera, y por tanto siguen considerando justo y correcto que sea la cada vez más difusa mano invisible del mercado la que regule la oferta y la demanda, permitiendo incluso el lucro, mientras que por otra parte estamos quienes creemos que la educación pública es un bien común que el Estado debe garantizar a todos, sin distinción, porque ello permite que desde mínimas condiciones de igualdad, sea solo la capacidad y esfuerzo de los jóvenes lo que permita su formación profesional y posibilite su movilidad social.
El otro debate que se ha reabierto, es respecto de la función y el rol que le cabe al TC, instancia que aunque existe desde el 21 de enero de 1970, en el marco de la aprobación de la Ley 17.284, mediante la cual el gobierno de Frei Montalva introdujo un conjunto de reformas a la Constitución de 1925, fue disuelto posteriormente por el dictatorial Decreto Ley 119 del 10 de noviembre de 1973, hasta que en el contexto de la imposición fraudulenta de la Constitución de 1980 se repuso como el máximo organismo constitucional nacional.
Hasta antes de la reforma de 2005 el TC estaba compuesto por 7 miembros: tres ministros de la Corte Suprema, un abogado designado por el Presidente de la República, un abogado elegido por el Senado, por mayoría absoluta de los senadores en ejercicio, y dos abogados elegidos por el Consejo de Seguridad Nacional. Tras la reforma quedó integrado por tres ministros de la Corte Suprema y tres designados por el Presidente de la República, dos miembros elegidos por dos tercios de los senadores en ejercicio y dos miembros propuestos por la Cámara de Diputados y ratificados por el Senado.
Lamentablemente, y en una situación donde debemos ser autocríticos, el mecanismo de nombramiento de los ministros de este tribunal es legítimamente cuestionado. Desde 1990 a la fecha un procedimiento binominalizado permitió que se nombraran ministros cercanos a uno o a otro sector mayoritario del Parlamento, lo que es peligroso para el propio rol que este tribunal debe cumplir. Porque al final, como al parecer ha ocurrido en esta ocasión -y en otras- termina imponiéndose el criterio político por sobre el jurídico, lo que en el contexto de la crisis de credibilidad solo tendrá como corolario el cuestionamiento a la existencia de esta instancia.
Ante este escenario es natural asumir que en el marco del proceso constituyente, se deberá revisar la integración y alcance del TC, con el solo fin de evitar que más allá de los gobiernos de turno, este tribunal cumpla su función que, como ha señalado el constitucionalista Francisco Zúñiga, es “la custodia de la Constitución y no la imposición de una tiranía de valores fruto de sus preferencias y valores ideológicos”.
O como ha cuestionado el destacado jurista Fernando Atria, el TC no puede terminar siendo una “tercera Cámara”, y menos aún cumplir el destino que le imaginó Jaime Guzmán, al buscar convertirlo en una trampa o cerrojo electoral para que, con independencia del resultado de las elecciones, quienes estén en el poder “se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo [la derecha] anhelaría”.
En definitiva se trata de que este espacio institucional no se convierta en un contrapeso de facto ante la legitimidad surgida de las urnas que ostentan gobiernos y parlamentos y termine torciendo la voluntad de la gran mayoría como ocurre en este caso, cuando sabemos que detrás de ese aguado discurso pro gratuidad que ha enarbolado sin convicción la derecha y que ha acompañado de su poco creíble preocupación por los estudiantes vulnerables de las instituciones privadas, se sigue escondiendo su férrea defensa del modelo autoritario, excluyente y con fines de lucro que impusieron, a inicios de los 80.