La ley de pesca es un ejemplo nítido, a la vez que vergonzoso, del aumento del fenómeno de privatización de la política que se ha producido en el país, cuyo efecto más impactante es el protagonismo de figuras públicas que, cooptadas por el poder del dinero, terminan corrompiéndose.
Esta ley fue despachada del Senado, en diciembre del 2012, para su promulgación. La información posterior a su despacho, revela sobornos a ciertos legisladores de circunscripciones o distritos del norte del país, a través de depósitos en las cuentas corrientes, efectuados durante largos periodos de tiempo, que fueron anudando y estrechando una relación perversa, que devino en un compromiso anómalo que culminó en prácticas corruptas que socavan la legitimidad democrática.
Al encadenarse los parlamentarios a las indicaciones de sus pagadores, altos ejecutivos de la pesca industrial, dando la espalda a sus obligaciones constitucionales y legales, en una deplorable entrega a los depósitos bancarios que “nutrían” esa corrupta asociación, se selló un capítulo funesto para el Congreso Nacional. El periodo más activo de esta asociación ilícita fue durante el trámite de la ley de pesca, aún proyecto en ese momento, que se efectuó en el Senado, en el segundo semestre del 2012.
Me correspondió, ese año ejercer la Presidencia de la Corporación y observé, desde la testera, el estrecho seguimiento que con descaro y sin rubor realizaban, desde las tribunas, los abundantes y ávidos grupos de asesores de los controladores económicos del sector de la pesca industrial, escudados en las garantías que entrega el propio Congreso Nacional, para que sus debates sean públicos y abiertos.
Muchos chilenos sentirán amargura ante hechos tan bochornosos, que manchan al Congreso Nacional. No importa si son socialistas o liberales, republicanos o socialcristianos, de pensamiento humanista, laico, marxista, religioso o conservador, un punzante reconcomio acompañará su reflexión.
No cabe duda que el haber convertido el trabajo parlamentario, en mercadeo para la compra y venta de indicaciones, a mandantes que desprecian profundamente la democracia y el rol del Parlamento, constituye una práctica inadmisible.
Sin embargo, la responsabilidad política del gobierno de Piñera es inexcusable, aunque pretenda ahora vestirse como blanca paloma. Fue su ministro Pablo Longueira, presidenciable apoyado desde La Moneda en las primarias de la derecha, a mediados del 2013, el férreo brazo ejecutor de este actuar, y de maniobrar, audaz y resueltamente, para hacer aprobar un cuerpo legal que entregaba a un puñado de poderosos controladores financieros, un sector clave de la economía y de la riqueza del país.
Ahora Piñera quiere escabullirse y guardar silencio. Su ya lanzada candidatura presidencial, pretende ignorar su responsabilidad en este verdadero desastre para el patrimonio nacional.
Los hechos están a la vista. En noviembre del 2012, se juntó el trámite de la ley de Pesca y la de Presupuesto, mediante el mecanismo de las urgencias, el Ejecutivo siguió adelante con la llamada “ley Longueira”. Actuando contra reloj, el gobierno piñerista asignó un mega negocio de cerca de 4.000 millones de dólares anuales, en concesiones que se extienden automáticamente cada 20 años. Fue un despojo que debe ser rectificado.
Con el tiempo se ha sabido que se sobornaron y compraron conciencias, además la organización de la pesca artesanal fue dividida para anular las voces en contra, en una maniobra usada desde tiempos inmemoriales, para hacer más fácil la captura de los valiosos recursos de nuestro mar, que serían entregados por medio de la ley, en ese momento, en debate.
Asimismo, fueron desoídos los reclamos de las comunidades indígenas de nuestro extenso litoral; en este caso, el pueblo lafkenche, cuyos derechos fueron apabullados. En concreto, se burlaron los logros y avances que pocos años antes, el propio Congreso Nacional, había establecido en la ley sobre el borde costero para pueblos indígenas.
Ante quejas insistentes y derechos postergados, la codicia apagó los escrúpulos y se giraron sumas que adormecieron las conciencias; por supuesto, a cuenta de las utilidades futuras, aseguradas por esa ley, sin importar los recursos marítimos y el patrimonio nacional.
Desde la oposición, con un sector del Parlamento, voté en contra, pero la maquinaria de poder que se puso en marcha no dejó margen alguno; luego recurrimos al Tribunal Constitucional que, si bien ratificó lo aprobado en el Parlamento, indicó que esta ley es modificable por otra ley, y que sus disposiciones no entregan “derechos adquiridos” a perpetuidad, como lo querían los consorcios beneficiados por su promulgación.
Lo que pasó en esas semanas habla muy mal de la salud moral de personas, que en cuánto autoridades debiesen actuar con un sentido superior de responsabilidad; se confirmó que la exacerbación del individualismo empuja y provoca una codicia que corrompe. Se requiere un compromiso de servicio público y de respeto al bien común que ponga término al tráfico de conciencias. Por de pronto, ninguna de las personas partícipes de estas violaciones a la ética, debiese tener nuevamente una candidatura al Parlamento.
La privatización de la política nutre esta burla a la democracia, la que confirmada por las investigaciones judiciales, aconseja que se revalúen las disposiciones que se aprobaron en la ley de pesca y que se vuelva a legislar sobre la materia; de modo que la señal institucional sea que la compra de votos y conciencias, no es aceptable para conseguir elevadas utilidades, fáciles y a bajo costo. Es la honra del Parlamento la que debe restablecerse a plenitud.