La violencia del reciente terremoto y posterior tsunami, el 16 de septiembre pasado, con su secuela de víctimas y destrucción, atemorizó a millones de personas en la zona central del país, asoló puertos y ciudades, derrumbó el patrimonio que miles de familias levantaron en décadas de esfuerzo, y puso duramente a prueba la capacidad del Estado para garantizar la seguridad y la protección de las personas en tales circunstancias.
Fue un examen sumamente crudo y exigente para el Estado de Chile. En primer lugar, tuvo que hacerse presente ante la incertidumbre y el desconcierto de millones de seres humanos, conmovidos por la energía de la naturaleza, cuya potencia les hacia sentirse indefensos; fue obligado por la necesidad de impedir desbordes, como saqueos u otros actos de pillaje e impelido a actuar para evacuar el borde costero ante la inminente acción de las olas que se lanzaron ciegas e implacables contra todo lo que encontraron a su paso.
Luego, fue exigido por la urgencia de reponer los servicios básicos, de rescatar heridos, buscar a los desaparecidos, restablecer las comunicaciones y la conectividad, trasladar alimentos y entregar atención de emergencia; así también, sobre la marcha debió poner de pie a los afectados para iniciar, otra vez, la reconstrucción de los territorios dañados y sanar las heridas de los incontables hogares afectados.
Para hacerse cargo de esta portentosa labor, el gobierno ha debido movilizar miles de personas, cuantiosos recursos y exigirse al máximo, exprimiendo a fondo sus energías, talentos y posibilidades. La acción de la administración central y de los organismos descentralizados y autónomos, como los municipios, y la participación multitudinaria de los efectivos de las Fuerzas Armadas, han permitido que el desafío se pueda encarar y que una ardua tarea, contra el tiempo, se haya logrado realizar.
Es decir, que contra el pronóstico de los más pesimistas, el Estado de Chile ha desplegado una acción eficaz, dando respuesta a los sucesos inmediatamente posteriores al desastre natural, como también para emprender la brega que apunta, en el mediano y largo plazo, a poner en marcha las zonas que fueron golpeadas, las que ahora deben volver a caminar para retomar la vida en las nuevas condiciones.
Que sea perfecta esta labor, es imposible. Es inevitable que personas o ciertos grupos de ellas, no logren estar a la altura de las exigencias; que puedan fallar ciertos liderazgos o reparticiones y funcionarios es algo que se evita muy excepcionalmente.
Además, se confirma que el Estado ha recuperado fuerza y musculatura, después del experimento neoliberal que, intencional y premeditadamente, lo empequeñeciera durante la década de los 80, en el auge del proyecto estratégico de la dictadura. Cuando el mercantilismo se presentó como lo moderno y el sentido de integración y solidaridad social como atrasado y obsoleto.
A la cultura de hacer dinero fácil, se unió la imagen que muestra la usura como gran inversión y el valor del trabajo como una tontería, o en el mejor de los casos, como un romanticismo fuera de época.
Para bien de Chile, las familias se han sobrepuesto desde su dolor y la impotencia de las primeras horas después de la tragedia. Se ha visto una acción social de una fuerza decisiva, no se ha caído en la actitud pasiva de esperar que el Estado lo resuelva todo y pase a ocupar la responsabilidad que a cada grupo humano corresponde. Se conocen reclamos, incluso airados, pero se sabe nítidamente que hay un rol, en cada vivienda, de las propias personas que es fundamental.
La idea de los ultra ideologizados mentores de esa propuesta de sociedad entregaba el destino de los asuntos civiles y sociales a las fuerzas del mercado; resulta evidente que tal concepción societal llego a aplicarse en Chile a un grado realmente peligroso. En definitiva, lo que se iba a determinar era un Estado de mínimas dimensiones frente a enormes e incontrarrestables corporaciones económicas.
Pensemos por un momento el despropósito que significaría hoy que no se hubieran recompuesto las capacidades fundamentales que debe tener el Estado para cumplir su función. Ese camino no habría provocado más que atomización, impotencia y anomia social, originando que en estas catástrofes naturales, la conflictividad se desbocara a niveles sencillamente incontrolables. El experimento neoliberal no estaba en condiciones de soportar la prueba de la práctica, que parece gris y opaca, pero que es insoslayable.
Que no se olvide entonces que la responsabilidad del Estado es clave, constituyendo un requisito necesario de la cohesión social para frenar la desigualdad, así como un factor clave de la estabilidad institucional y la gobernabilidad democrática de la nación chilena.