Hasta 1970, el 4 de Setiembre era una fecha sumamente especial para la democracia chilena, ya que cada seis años, en ese día se realizaban las elecciones para Presidente de la República. Entonces, el mes de la patria comenzaba con una gran fiesta ciudadana que permitía el ejercicio más importante: el uso pleno de la voluntad popular para elegir a los gobernantes.
En ese contexto, llego a La Moneda Eduardo Frei Montalva, que inició la chilenización del cobre, y en cuyo mandato cobró vida el proceso de la Reforma Agraria, el gran sueño del campesinado chileno a lo largo del siglo XX; así también, fue en medio de tales jornadas que Salvador Allende pudo iniciar su gobierno, cuya aspiración era hacer posible “una vía chilena” al socialismo, en democracia, pluralismo y libertad.
En su momento, según registran diversos estudios históricos, el Presidente Frei no encontró en su Partido, la Democracia Cristiana, todo el apoyo y aliento que requerían los cambios que estaba llevando a cabo, lo que fue decisivo para que sufriera una dolorosa y dura división en 1969, que mermó a ese Partido al punto que su proyecto “la revolución en libertad”, no tuvo continuidad en las elecciones presidenciales de 1970.
Por su parte, el Presidente Allende no logró la comprensión que necesitaba para la “vía chilena”. A la conjura imperialista ejecutada por la derecha chilena, por orden de Richard Nixon, se agregó la ceguera de la ultraizquierda que nunca llegó a entender que en Chile no había un proceso de insurgencia armada y que, en consecuencia, para el proceso de cambios era fundamental abrir paso a transformaciones sucesivas, de reformas graduales, a través de luchas democráticas de carácter pacífico, que exigían una continúa y ascendente acumulación de fuerzas, que viabilizara esa inédita “vía chilena”.
En el propio PS, el Presidente Allende no encontró aquel apoyo tan esencial, esa comprensión a fondo, que hiciera posible sostener su proyecto político. La consigna de “avanzar sin transar”, levantada entonces, reflejó esa dura falta de compenetración. Algunos querían hacerlo todo de una vez y empujaron demandas inalcanzables que no hicieron más que hacer el juego a la conspiración golpista.
La “vía chilena” resultó acosada por aquellos que eran sus enemigos contrarrevolucionarios y fue diariamente hostigada por sus detractores ultristas. En todo caso, la soberbia y odiosidad de los intereses creados, afectados por el proceso de cambios, fue el principal nutriente del terrorismo de Estado que sembró el dolor a lo largo del territorio nacional.
La estrategia allendista no sólo necesitaba una amplia alianza que le garantizara una base electoral y el piso político básico para instalarse en el gobierno. También le era esencial contar al interior de su coalición, con una “masa critica” de apoyo, un núcleo base para sostenerse y crecer, una fuerza que fuera guía y sostén, que le permitiera al Gobierno Popular mover los potentes recursos del Estado, contar con las fuerzas sociales afines, con los Partidos y la intelectualidad involucrada para asegurar sus avances, argumentar sus decisiones, cerrar los flancos, “blindar” al Presidente, en suma para tener capacidad de conducción política y guiar el proceso de cambios.
En mi opinión, esa fuerza rectora no operó por una versión dogmática de la teoría marxista para la cual había que destruir el Estado y, que también negaba la idea de su transformación paulatina y sucesiva, como planteaba Allende, para que la institucionalidad estuviera en condiciones de soportar su propia evolución y no se alterara el carácter pacífico del cambio de la estructura del Estado; esa era, en lo conceptual, la viga maestra de la “vía chilena”. Esta es la magistral idea estratégica expuesta en el mensaje presidencial del 21 de mayo de 1971.
Asimismo, un enfoque primario y simplista, presentaba la tarea transformadora mucho más fácil de lo que en realidad era el desafío de cambiar Chile, desde el atraso y la dependencia al desarrollo y la emancipación social, ello condujo al grupo que propiciaba un “polo revolucionario” a un completo desprecio de la correlación de fuerzas, en particular, en torno a una cuestión esencial: al sobrevalorar decisivamente como sería la respuesta popular y nacional que iba a encontrar una tentativa golpista en el caso de llegar a producirse.
Al precipitarse el cruento Golpe de Estado, no tuvo lugar el estallido social que pensaban iba a ocurrir. La Junta golpista se hizo del poder total en forma inmediata. Eso genero un caos organizacional y una orfandad política y social en las horas en que la conjura se desató y logró imponerse. Miles de militantes supieron, ese fatídico once de setiembre en la mañana, que las supuestas milicias populares existían sólo en la mente de aquellos que las propiciaban y sufrieron las consecuencias de ello, ya que la propaganda que la ultra hizo de ellas solo sirvió para justificar la furia criminal del fascismo.
La dictadura significó el derrumbe de la democracia y la completa destrucción de las conquistas históricas del movimiento popular; en los hechos un retroceso que llega hasta hoy. La estatura de Allende radica precisamente en que supo anticiparse a lo que iba a pasar, como lo reflejó inigualablemente su último mensaje. Un demócrata que empuñó las armas no por afición si no que por mandato de la historia.
Se desatendió lo que los grandes pensadores del socialismo insistían: que cada realidad tiene su propia transformación y que ninguna teoría puede ser más sabia y certera que la propia realidad que condiciona el proceso histórico.
En Chile, no había otro camino que no fuera la “vía chilena”; en plena guerra fría, cuando las amenazas, de recurrir al uso del arsenal nuclear, entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, eran pan de cada día, resultaba evidente que intentar repetir la experiencia cubana o vietnamita era un propósito enteramente inviable. De ello, Allende estaba convencido, para el la revolución chilena sólo era posible “con sabor a empanadas y vino tinto”, pero el liderazgo de izquierda de entonces no lo comprendía de esa manera.
Incluso, cuando el Presidente Allende para hacer frente a los estragos económicos y al desgobierno que generó el paro patronal de octubre de 1972, llamó al gabinete a los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas, tomando la decisión de nombrar como ministro del Interior al general Carlos Prats, a la sazón máxima autoridad institucional del Ejército, en los medios de la ultra izquierda, se levantó un malestar que ponía de manifiesto ese error garrafal, el rechazo a la actuación presidencial imputándole un supuesto abandono a los principios e incluso de dar la espalda al pueblo por entregar, supuestamente, el proceso de cambios al aparato armado “de la burguesía y el imperialismo”.
Con su fortaleza política, el Presidente Allende doblegó esa asonada y el país se enfiló hacia las elecciones parlamentarias de marzo de 1973; siendo dirigente de los estudiantes secundarios, tuve la oportunidad de escucharlo explicando la importancia decisiva que tenía para la “vía chilena” la obtención de una mayoría social y política que hiciera posible la marcha del proceso revolucionario. No había posibilidad alguna de continuar avanzando si no se contaba con esa mayoría nacional, la que buscó obtener infatigablemente a lo largo de su vida y, en particular, en aquellos días, cuando su mandato obtuvo un 44% de apoyo electoral.
Ese esfuerzo era despreciado por el mesianismo propio del voluntarismo, que desdeñaba esos desvelos, ya que veía en ellos concesiones que renunciaban a posiciones de principios.
Algunos han llegado a afirmar que la vía chilena era inviable. Sostengo lo contrario, era posible, de entenderse las exigencias políticas que demandaba; es decir, que sin graduar los cambios y sin la mayoría nacional para sustentarlos se llevaba el proceso a un callejón sin salida.
Queda claro que una política por certera que sea en su formulación teórica debe contar con el núcleo de apoyo que la haga posible. Ese es el gran sentido de los partidos políticos; por eso, hay que desterrar la corrupción y el egocentrismo de sus filas, de modo que abracen proyectos políticos colectivos y no se agoten sólo en personalismos infecundos. Se trata de no menoscabar su función o pretender reemplazarlos por grupos de presión sectarios o asociaciones secretas que les arrebaten tareas que le son propias y para las que son irremplazables.
En setiembre de 1973, cayó el telón y concluyó trágica y brutalmente la experiencia de la “vía chilena”.
En este setiembre, en que la devoción que recuerda a las víctimas, una vez más, cubrirá el corazón de los demócratas chilenos, se trata también que los mil días de la Unidad Popular no se olviden. Que perduren las lecciones de esa experiencia histórica, de modo que el sacrificio de los caídos germine en una nueva sociedad para Chile.