Hoy en Chile varios parecen estar jugando a la guerrilla, casi como si fueran miembros de los Khmer Rouge o la Rote Armee Fraktion.Parecen soñar con la violencia revolucionaria, con juicios sumarios o fusilamientos a discreción. No sólo lo hacen unos estudiantes de la Universidad Católica de Temuco,que se encapuchan para luego difundir el video por Facebook y más tarde preguntarle a la mamá qué hay de comer.
También lo hacen algunos productores de televisión, que para promover una serie titulada Guerrilleros, a modo de publicidad, interrumpen un programa de política emulando el asalto al canal o la interrupción de la transmisión, a manos de un encapuchado.
Lo que hay detrás de estas expresiones es un pueril y solapado ensalzamientodiscursivo de la violencia política, que trivializa los efectos brutales del uso de la fuerza en una sociedad.Esto denota una paradoja en un país que en las últimas semanas ha hablado mucho de los derechos humanos en los medios y las redes sociales, pero que en vez de reflexionar sobre la violencia política y cómo evitarla a toda costa, parece fantasear con la idea de aniquilar a otros bajo el cobarde anonimato de una capucha. Esa trivialidad desvergonzada frente a la violencia política es —diría Orwell— sólo posible en personas que siempre están en otra parte cuando se aprieta el gatillo.
¿Exageración? No. El discurso crea realidad. Pero en Chile tenemos una memoria frágil o muy selectiva, a pesar de los museos,los libros, los historiadores y los documentales sobre el daño que genera la violencia con fines políticos. Muchos parecen olvidar que su aceptación discursiva sólo puede terminar con algunos energúmenos ejerciendola brutalidad como “derecho” para imponer su“justicia”, ya sea socialista, reivindicativa o anti insurreccional. Da lo mismo.Es violencia igual.
Todos estos apologistas de la violencia —conscientes e inconscientes—no son más que irresponsables que presumen jugar a la guerra, como si fueran niños con pistolas de agua.Y aplauden el patíbulo desde la comodidad de su anonimato, sin sentir el olor a sangre, los rostros desfigurados y la muerte, que es lo que abunda cuando la violencia reemplaza al diálogo, el respeto y la palabra en una sociedad.
Lo peor es que ese infantilismo cruel y desvergonzado es alimentado por algunos que probablemente perdieron a familiares, que de manera paralela a los minutos de odio ejercidos contra un violador de derechos humanos fallecido, elevan sus alabanzas a una organización que consideraba legítimo matar a otros para imponer sus fines revolucionarios. Orwell decía que “gran parte del pensamiento de izquierda consiste en jugar con fuego, pero por parte de personas que ni siquiera saben que el fuego quema“. Y tenía toda la razón.