Todo gobierno es responsable de tres procesos simultáneos: en primer lugar, aquellos derivados del pasado, sin resolución y en distintos grados de avance. En segundo lugar, aquellos derivados de la contingencia, que suceden sin control y con independencia de la ideología del gobierno de turno y en tercer lugar, la implementación gradual del programa, que ciertamente encuentra dificultades con la oposición política y las trabas burocráticas.
Con una burocracia relativamente competente -aunque insatisfecha- los procedimientos gubernamentales operan bajo la regla de Pareto: en torno al 80% relativamente automático y un 20% que cae bajo el amplio arco de la gestión política. Esto es bajo la idea que la burocracia ejecuta un presupuesto anual, aprobado por ambas cámaras del Congreso y con el supuesto que toda política sin dinero es retórica.
El programa de gobierno tiene un doble valor como guía del nuevo cuadro gobernante.Representa, por una parte, la propia identidad de la coalición política dado su carácter programático y por otra, el compromiso que la candidata del conglomerado asumió con sus electores.
Se entiende que la Nueva Mayoría gobierna para el país, pero la izquierda dura quiere ir más allá del programa, y sus similares en la derecha quieren que el gobierno ni siquiera haga el esfuerzo de cumplirlo. Con las reformas pasa lo que en una democracia: se pueden negociar todas las iniciativas salvo la voluntad de llevarlas adelante. Nadie entendería que no prevaleciese la regla de la mayoría, si no es posible un consenso con la minoría.
El fenómeno que ha suscitado la crisis que enfrenta el gobierno es de esos que surgen de la contingencia, que escalan por la mala gestión y terminan por afectar el conjunto del sistema político. De la indignación moral, se ha pasado a una crisis de confianza y de ésta a una crisis de credibilidad. Un ambiente enrarecido y a veces crispado, se ha apoderado del país.
Sin embargo, también el país sigue los acontecimientos, gracias a la profusa difusión de los medios y los golpes noticiosos del periodismo investigativo. Todo ello involucra a cierta parte de la elite económica, política y académica. Empresarios que financian políticos de distintas ideologías a través de sus campañas -incluso sus fundaciones académicas- a cambio de beneficios futuros. Parientes que se aprovechan de su posición para acceder información privilegiada o cargos públicos. Parlamentarios que se sirven del bien público en beneficio de ciertos privados.
Todo ello ha brotado y se ha expuesto al ojo escrutador, que en medio de la neblina mediática apenas distingue entre aquellos que son faltas, delitos, nepotismo, cohecho, tráfico de influencia, beneficios impropios o simplemente pillerías. Todo lo cual ha empobrecido el ambiente moral del país y ha puesto a prueba la dignidad de la acción política.
Enfrentados a la realidad, todo ello ocupa el 100% de las fuerzas de ese 20% dedicado a la acción política propiamente tal. El 80% restante marca su entrada como todos los días y se enfrenta a una labor programada desde el año anterior. Es la gente que vive de su sueldo, tiene cuentas por pagar y un futuro por el que preocuparse.
Lo que pasa con la mayoría de la gente es que trabaja, cualquiera sea el gobierno, y sus preocupaciones profundas son la seguridad, la educación, la salud, según las encuestas. Un nuevo enfoque requiere responder por sus preocupaciones que están lejos de la contienda de las elites. O debiéramos decir, de la guerrilla política que por estos días azota el centro mismo de las instituciones más venerables del país.
Entre la hojarasca de las denuncias y los epítetos cruzados, las tareas del gobierno se revelan con asombrosa sencillez: que cada uno haga lo suyo. El gobierno no puede quedarse prisionero del pasado, ni menos amilanarse por los remezones de la contingencia. Lo suyo, es conducir el país por el camino que otrora le señalaran sus electores.