Cada día aparecen nuevas informaciones que hablan de la manera en la que nuestra clase política ha venido, hace años ya, aprovechando los intersticios del ordenamiento legal para defraudar la confianza depositada en ellos por el electorado en cada elección.
Una primera observación acerca de este proceso -que algunos han llegado a comparar con una telenovela porque cada día entrega un capítulo nuevo y no parece tener fin- es que el país cuenta con una clase política que se rige exclusivamente por la ley. El patrón de conducta es simple: si la ley no lo prohíbe es que está permitido. No importan la ética ni la moral, y esa es una conclusión que revela un importante grado de enfermedad en el alma nacional.
La segunda observación es que se ha ido produciendo un fenómeno de adormecimiento por parte de la opinión pública. De la sensación de escándalo y vergüenza inicial, se ha ido pasando a una constatación apesadumbrada respecto a la extensión del aprovechamiento por parte de nuestras autoridades de los vacíos legales y por último a un estado adormecido en el que ya nada produce una reacción.
Es lo mismo que le sucede a los enfermos que se acostumbran a los síntomas. Creen que sus dolores y malestares están cediendo y, por lo tanto, que están mejorando, pero siguen enfermos.
Frente a estas dos circunstancias empieza a producirse la respuesta natural. ¿Qué se puede hacer para evitar que vuelvan a realizarse estos actos tan perfectamente legales pero al mismo tiempo tan reprochables desde el punto de vista de la ética y de la inequidad?
Considerando el asunto desde el punto de vista médico, la analogía indica que el enfermo debería ir al médico y someterse a la inyección de una vacuna. Sin embargo, el análisis de la situación no se suele hacer recurriendo a las analogías -que siempre son tan esclarecedoras- y la sensación que impera entonces es la del desánimo, porque se cree que los responsables no serán castigados, o al menos no lo serán de una manera proporcional a la magnitud de su falta, y que los abusos continuarán produciéndose con mayor o menor elegancia.
Esa suerte de renuncia a la idea de hacer un esfuerzo por enfrentar la enfermedad se ve reforzada con la desconfianza en que los responsables de hacer las leyes que sirvan como vacuna lo hagan efectivamente, porque se les consideran como los mismos que ya hicieron trampa una vez.
La incredulidad va entonces en el sentido de que, si se llegan a adoptar medidas, estas serán preparadas de manera que puedan ser burladas nuevamente porque, en definitiva, lo único que parece importar es la posibilidad de beneficiarse con cualquier forma de financiamiento permitida por la ley, aunque sea reprobable desde la ética.
¿Qué hacer entonces? Algunos sueñan con la idea de generar una especie de revolución que coloque la ética al centro de la actividad política y jubile a todos los dirigentes políticos porque, aunque los que aparecen como responsables son unos pocos, se sospecha de todos. Puede ser injusto, pero ese es el sentimiento predominante en muchos sectores de nuestra sociedad.
Naturalmente, la prudencia, la experiencia y el conocimiento de la historia llevan a desconfiar también de esas soluciones radicales, sobre todo porque poseen una visión muy parcelada de la ética.
Lo que queda entonces es sumar esfuerzos por volver a colocar la ética en el sitial de privilegio que le corresponde, de manera que oriente el comportamiento de todos: autoridades y gobernados. El cambio es cultural y no se puede exigir a algunos que lo cumplan mientras los demás seguimos eludiendo el pago de los impuestos, tratando de pasar por encima de nuestro compañero de trabajo o de nuestro vecino para aprovechar cualquier ventaja por pequeña que sea.
Lo que queda entonces por hacer es promover una campaña transversal para vacunarnos contra el egoísmo, el individualismo y la confusión de los valores que deben regir la vida en común.