En el mundo actual, prácticamente no quedan lugares seguros. Así se desprende de distintos informes que avala la ONU, donde se mide el impacto de la violencia social que afecta a casi todos los rincones. ¿Y por casa cómo andamos? Chile se viene ubicando entre los países más pacíficos de América Latina; por caso, en el Índice de Paz del 2014 ocupa el puesto número 30 y ha crecido levemente en seguridad respecto al período anterior. En Argentina, se descendió más de un 6% ocupando el puesto 43 en la medición global. Los demás países de la región no están mucho mejor.
La medición cruza múltiples variables como la correlación con el nivel de ingresos, educativo y de integración regional, y la consideración de que los países pacíficos tienen altos niveles de transparencia y bajos niveles de corrupción. Los 10 países mejor ubicados son: 1° Islandia; 2° Dinamarca; 3° Austria; 4° Nueva Zelanda; 5° Suiza; 6° Finlandia; 7° Canadá; 8° Japón; 9° Bélgica y 10° Noruega.
Sin embargo, cuando se muestran así las cifras, los datos saben a poco. Hay que meterse a ver qué le pasa al ciudadano (y por qué no, empezar a llamarlo “vecino” buscando una máxima proximidad humana) en todos los estratos sociales; indagar, escuchar y leer entre líneas, para aproximarnos, en el tiempo y con paciencia, a una visión más clara sobre los fenómenos de violencia social.
La pregunta, entonces, es ¿la violencia se relaciona directamente con la falta de seguridad, y, a la vez, con la falta de sensación de paz? Definitivamente, la respuesta es sí. Violencia, se interpreta y vive casi como una violación de derechos básicos, que, vulnerados o, por lo menos, han intentado silenciar durante décadas, general un espiral negativo, que conduce a una explosión de hechos aparentemente aislados aunque igualmente graves.
Debe quedar claro que esta opinión no avala, justifica ni sustenta ningún hecho de violencia, pero sí los entiende desde una concepción integral y una mirada abarcativa.
El segundo aspecto, la falta de seguridad ciudadana, es otro de los pilares de las escaladas de violencia. El estímulo de cientos de casos que diariamente inundan los contenidos informativos alrededor del mundo; las desigualdades sociales; la falta de una verdadera política de inclusión y la sensación de no futuro, constituyen otros aspectos no menos violentos que aquel hecho que se expresa en acontecimientos que, un tanto pálidamente según suelen expresar los partes oficiales pos-eventos, “se salieron de su cauce normal.”
¿Qué es lo normal, entonces? Lo deseable, es recuperar la sensación de paz. Por eso que los procesos de pacificación internos en un país, tienen que ver con el cruce de múltiples variables, que no se limitan a los índices elaborados en no sé qué lugar del mundo, o en nuestro propio territorio. La paz es un proceso activo. Empieza desde lo individual a lo grupal. Requiere destrezas muy enfocadas en el logro de lo que se busca transformar, y no puede justificarse bajo ningún punto de vista. La violencia no construye, todo lo contrario: tira por la borda cualquier intento de cambio, por más lícito y necesario que sea.
Sabemos que en América Latina hay muchas escaladas de hechos violentos orquestados como verdaderas operaciones por distintos sectores. Incluso hay gobiernos que fogonean la violencia, para “neutralizar” los posibles efectos de un reclamo masivo.En definitiva, cómo se ejecutan se convierte en una anécdota, cuando el resultado es altamente nocivo: personas y bienes seriamente afectados; una pátina de desazón por la pérdida de rumbo y claridad en lo que buscaba conquistarse, por ejemplo, en una marcha o reclamo social; y, más grave aún, la pérdida de confianza sobre la legitimidad de los procesos que buscan transformar realidades y la sensación de un Estado ausente.
¿Cuáles serían algunas alternativas posibles? Dialogar más efectivamente. Convocar de inmediato a los grupos implicados en protestas y establecer mesas de intercambio con resultados que se puedan medir.
Adoptar políticas globales inclusivas en lo social abarcando educación, salud, trabajo y sentido de futuro. Intercambiar experiencias con países donde, de momento, viven con mayor índice de pacificación interna. Asumir, desde el Estado, las empresas y los sistemas económicos y educacionales mundiales, la necesidad de generar procesos de paz permanentemente.
Entrenar mejor las fuerzas de seguridad. Comunicar anticipadamente las normas y regulaciones para las protestas y marchas. Educar en la paz mediante la vuelta a los valores y principios de la ética, integridad y respeto. Garantizar la libre circulación de ciudadanos y su completa integridad ante cada protesta.
Prevenir con acciones concretas. Monitorear y trabajar las estrategias de inclusión, que deben abarcar todos los sectores del país, y no solamente las grandes ciudades. Trabajar junto a los medios las mejores prácticas de comunicación que han sido probadas a nivel mundial para el abordaje de contenidos que permitan informar sin generar –muchas veces sin quererlo- cierta exageración de la violencia.
El proceso será lento, aunque con toda seguridad, efectivo. Sólo hace falta la voluntad de llevarlo adelante, persistiendo y poniendo como único foco lo más importante: el derecho del ser humano a expresarse, gestar cambios y ayudar al entendimiento, pensando en el bien mayor de todos.