La actividad política, tal como la conocemos desde el retorno a la democracia, está pasando por un mal momento. No solo porque se hayan conocido hechos que afectan aún más su credibilidad, cuando parecía que eso ya no era posible. La solución, claramente, no es hacerse los lesos. Lo que corresponde es que nos hagamos cargo de nuestras responsabilidades, individuales y colectivas.
Lo anterior no significa solo apuntar con el dedo a los presuntos culpables y pedir las penas del infierno, sino también hacer el difícil pero necesario ejercicio de la autocrítica, acerca de lo que hemos hecho, bien o mal, pero sobre todo lo que no hemos hecho.
Esto tiene que ver, por ejemplo, con el rol que les cabe a los partidos, sus dirigentes y representantes, así como a quienes han tenido responsabilidades en el Ejecutivo, frente al proceso de despolitización acentuado en nuestra sociedad, no solo desde el primer día de dictadura y su sistemática destrucción de la política y su imagen como actividad humana, legítima y necesaria, sino también durante la larga transición a la democracia iniciada en 1990.
Porque hoy parece una coartada muy conveniente sostener que los gobiernos y los partidos actuales, en general, han perdido poder, a manos de un mercado globalizado y el sector privado, los medios de difusión y de la propia ciudadanía. La confianza sigue siendo, sin duda, el activo más importante en la política, pero ello no se da de forma espontánea: eso se construye desde su rol, desde sus ideas, desde su relato, desde el desempeño de sus representantes, desde sus proyectos.
Pero lamentablemente, como lo señalara Geoff Mulgan, ex asesor de Tony Blair, lo que se ha venido ofreciendo a la ciudadanía no es una ideología ni una estrategia de cambio, sino simplemente una forma de ganar elecciones. Ello, sostiene este político inglés, termina haciendo que los mismos factores que le dieron éxito a un proyecto electoral, terminen debilitándolo como un proyecto transformador.
Este desafío, el principal que enfrentan gobiernos, coaliciones y partidos en el siglo XXI, se da además en un contexto mundial de desafección ciudadana con la denominada política tradicional. Ello es lo que ha estado atrás de muchos procesos en nuestro continente y en otras latitudes; es lo que pasó en algún momento en Brasil, Ecuador, Venezuela y Bolivia, y lo que ha estado pasando en el último tiempo en Islandia, en Grecia y en España, donde tras la falta de respuestas adecuadas por parte de los partidos tradicionales, han surgido nuevos movimientos y agrupaciones que han canalizado, para bien o para mal, la voluntad ciudadana.
A ello hay que agregar aquello que Tironi denomina el proceso de “desolirgarquización” o “deselitización” que irreversiblemente viene viviendo la sociedad chilena, y que se expresa no solo en un acto temporal de rebeldía frente a las elites, sino en un proceso permanente de desconfianza en sus predicciones, vaticinios y promesas.
Todo este escenario se desarrolla, además, en un marco de compromisos programáticos que, tras un paréntesis de gobierno de la derecha, apuntan a introducir cambios en temas de fondo que se necesitaban y que la ciudadanía también venía exigiendo desde hace mucho tiempo, pero más visiblemente, desde el 2011 con la movilización surgida desde y por la educación, pero sintetizando en ella otras temáticas, expresadas bajo la consigna de “fin al lucro”, pero de baja participación electoral, gracias también a la cuestionada decisión de establecer el voto voluntario.
Así las cosas, el escenario tiende cada vez más a un escenario del todo o nada. Donde pese a avanzar en temas como el voto de los chilenos en el exterior y abrir el debate sobre el aborto, todo parece poco enfrentado a la más que legítima demanda de Asamblea Constituyente que todavía no logra encontrarse, en el hacer, con el compromiso programático de una nueva Constitución.
La Nueva Mayoría y su futuro inmediato deben comenzar por reconstruir la hegemonía política y social que en el camino se redujo solo a lo electoral. Debe superar también lo que Cortés Terzi llamaba la “personalización” de la política, que es sin duda otro de los factores que aportan a la generación de episodios de crisis. La separación definitiva de los negocios y el ejercicio del servicio público, así como el término de lo que en algunos momentos ha tendido al suplantamiento de la sociedad civil por parte de las elites políticas, son condiciones ineludibles para edificar una democracia solida y dinámica.
Ciertamente hay muchos otros aspectos que se podrían abordar en un análisis de este tipo, como es la falta de medios de comunicación para expresar y difundir ideas y proyectos políticos diversos, más allá de programas electorales coyunturales. Sin embargo renunciamos a ello al inicio de la transición y hoy pagamos ese costo, aun cuando nunca es tarde para revisar esa decisión política que cada vez nos pesa más.
Estamos en un momento difícil, crítico, pero como dice Roberto Mangabeira, si tenemos una propuesta, la crisis es el momento. Debemos superar lo que este analista brasileño denomina “la parálisis de la imaginación programática”, para enfrentar y superar la “dictadura de la falta de alternativas”, para no seguir diciendo y haciendo solo más de lo mismo.
Es nuestra obligación, moral con quienes dieron sus vidas por recuperar la posibilidad de trabajar por una sociedad mejor y con quienes conducirán los destinos del país que viene.
Aún estamos a tiempo. Chile lo necesita.