Pareciera que el sistema político no toma debida nota del delicado momento que hoy lo afecta.Los casos llamados Penta y Caval, siendo diferentes, han debilitado aún más el ya erosionado prestigio de la política en Chile. No obstante, parte relevante de sus personeros actúan como si gozaran de un apoyo social que no tienen y de una aceptación ciudadana que tampoco reciben.
De este modo, haciendo caso omiso del llamado caso Penta, es decir, de la generación de una red para el financiamiento ilegal de sus más visibles candidaturas parlamentarias, un grupo de dirigentes de la UDI han recrudecido un discurso público, sumamente agresivo, de difamación del sistema político del país, el gobierno y la Presidenta de la República.
Lo hacen retomando el mismo argumento con que dieron fuerza a la opción presidencial piñerista el año 2009, esto es que sus adversarios políticos representan “la cultura de la corrupción”; con ello, lo que intentan es descalificar a todos por igual y blanquear su enlodada imagen por el financiamiento irregular de sus propias campañas. Las expresiones de algunos de sus voceros denigran a tal punto que están lejos de poder ser definidas como parte del intercambio de ideas que necesita toda sociedad democrática.
Lamentablemente, esta intolerancia se traslada también hacia el bloque político de la Nueva Mayoría, así se marca la discusión con una serie de afirmaciones destempladas y superficiales consignas que, más que argumentaciones sobre los temas de fondo, se transforman en ataques de corto alcance que en nada ayudan a la dignificación de la política, que se exhibe y aduce como razón de tantas entrevistas y preocupaciones.
No faltan aquellos que aprovechan la ocasión con el objeto de tratar de liquidar rivales en futuras contiendas electorales. Es una conducta liviana que surge de la inconsciencia que brota de la irresponsabilidad o de la ignorancia.
En nuestro país, la huella de la intolerancia política conduce al Plebiscito del 5 de Octubre de 1988, cuando con el ejercicio totalitario del poder por la dictadura, hubo exactamente la misma intentona de ensuciar a los que no pensaban igual y descalificar sus figuras o liderazgos; era el tiempo en que a los opositores se les definía como “humanoides”.
La exclusión de tantos chilen@s era intencional. El propósito confeso del Estado era “extirpar el cáncer marxista”, lo que justificaba crímenes tan crueles, como los ejecutados por la Caravana de la muerte, la “operación Cóndor”, el caso “degollados”, y tantas otras situaciones que han sido definidos como crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, esa huella totalitaria va más lejos, recoge la herencia del criminal régimen nazi y la fórmula de quién fuera ministro de Propaganda del mal llamado nacionalsocialismo, Joseph Goebbels, aquel que se guiaba por la idea de… “miente, miente, miente, que algo queda”.
Esa ruta a nada bueno conduce. La ceguera que se exhibe no es casual, la intolerancia y la descalificación generalizada del sistema político democrático se ha usado siempre para alimentar un sordo resentimiento en la población y un total desprecio hacia la acción política que, a la postre, es un paso preparatorio y el abono para la instalación de una base de apoyo y sustentación social de grupos y líderes populistas que devienen con prontitud en graves y traumáticas experiencias totalitarias.
Agredir la política y, a través de ella, a la democracia le rinde a algunos grandes dividendos. Pinochet así lo hizo durante más de 17 años; el libreto que le entregaban desde el núcleo civil que lo rodeaba era invariable, ahora se da el curioso fenómeno transversal de figuras públicas que se ufanan de un anti pinochetismo, duramente radical, pero que usan, sin límites éticos de ninguna naturaleza, la misma estrategia y el mismo recurso de un menoscabo permanente y visceral de la política y de la democracia en la cual esta se ejerce.
La lógica totalitaria de la destrucción del adversario, en un régimen democrático, no conduce a nada. Una cosa es que no puede haber impunidad cuando se cometen abusos de poder, se realizan actos de corrupción o se ejecutan irregularidades; otra cosa es creer que se podrá eliminar al rival político o al competidor de la justa democrática. La experiencia ha demostrado categóricamente que las ideas no se pueden suprimir o hacer desaparecer con medidas de fuerza ni con actos administrativos.
Ahora bien, ante las investigaciones judiciales en curso, los partidos políticos no pueden caer en defensas corporativas, las malas prácticas tienen que ser sancionadas, en lo que a cada una de ellas corresponda, vengan de donde vengan. La clave es cumplir rigurosamente con la frase que señala que “las instituciones funcionan”. De manera que las fuerzas políticas no deben interferir en la labor de los Tribunales de Justicia, ni puede haber presiones que lesionen su autonomía a fin de garantizar el principio de igualdad ante la ley.
A su vez, instituciones de un rol clave en las actuales circunstancias, como el Ministerio Público, deben cuidar con rigor que alguna de sus decisiones no sólo sean independientes sino que deben parecer que lo son; es decir, que nada debe empañar o poner en duda su autonomía e imparcialidad y su voluntad de indagar plenamente las malas prácticas que hoy inquietan profundamente al país. Cualquier paso que mueva a suspicacias induce a que inmediatamente se hable de “argentinización” de la situación chilena.
Aun así hay actores que siguen echándole leña al fuego. En el caso que se generen intentos de provocar una aguda confrontación política pretendiendo por esa vía detener la acción judicial, lo que algunos descaradamente llaman teoría del empate, no hay que perder de vista que si se agravan conflictos, motivados esencialmente por fines mediáticos y propagandísticos, lo que se debilita es el régimen democrático y las eventuales cartas de reemplazo no tienen más credenciales que la demagogia y un ansia ilimitada de poder.
Los que empujan una situación de inestabilidad a la espera de una opción para el populismo, juegan con fuego pues no desconocen que una ventana abierta a una alternativa populista, entroniza un estilo de gobierno en que la corrupción se abre paso como una consecuencia del debilitamiento de la autoridad del sistema político, y puede llegar a tener un efecto incalculable.
De modo que algunos que, tal vez, se afiebran dado las altas temperaturas del verano, no deben olvidar esa vieja enseñanza que indica: “el que siembra vientos cosecha tempestades”. No hay que olvidar que el totalitarismo está al acecho de las inconsistencias y veleidades políticas, que una vez que la vida democrática se quiebra o se rompe, se tornan en lamentos y recriminaciones que ya resultan irreparables. Es urgente, hay que superar la ceguera y mejorar la acción política.
Por eso, es necesario otorgar nivel, calidad, jerarquía y prestancia al diálogo democrático, la deliberación política y el intercambio de ideas, ellos son, en definitiva, los instrumentos civilizacionales que permitirán avanzar, para bien del país, en los desafíos de la lucha contra la desigualdad para alcanzar una sociedad más justa y más libre.