Desde que se informó, por el gobierno, que el proyecto de ley que como Poder Ejecutivo iba a enviar al Congreso Nacional para legislar sobre el aborto, en los casos de peligro para la vida de la madre, de inviabilidad de vida futura del feto y de embarazo resultante de una violación, materias que hacen necesario un debate, estudio y pronunciamiento parlamentario. Así como que también la iniciativa legal -según dicho anuncio- conllevaba la opción de recurrir a la objeción de conciencia por parte de los profesionales que estuviesen prestando servicios médicos, si lo estimasen pertinente, se reanimó en la sociedad chilena un análisis amplio y de enorme importancia sobre la resolución que, finalmente, se adoptará en el Congreso Nacional.
La izquierda en Chile y en muchos países ha luchado, desde hace ya un importante número de años, por incorporar este concepto en diversos ámbitos que requieren ley, y más allá de los mismos, para integrar este valor universal en la conducta práctica de quienes sirven al Estado en diferentes funciones, aspirando a que esa idea, la objeción de conciencia, logre ser integrada en la cultura nacional.
En particular, en la conducta de los Estados existe un ámbito que resulta esencial para la dignidad de la persona humana, en el que se debe exigir y afianzar el concepto de la objeción de conciencia. Se trata de los Derechos Humanos, debido a que ha sido recurrente en la conducta de un número importante de asesinos que atentaron contra la vida, la integridad y la dignidad de personas sometidas a privación de libertad por diferentes aparatos represivos, bajo crueles dictaduras e incluso en regímenes democráticos en que tales organizaciones escapan de control, que esos responsables de atroces violaciones arguyen que fueron “obligados”, que debían someterse a la mal llamada “obediencia debida”.
Esa ha sido la excusa de muchos terroristas de Estado. Alegar que fueron mandados, que no hicieron más que cumplir órdenes, obedecer. La doctrina internacional de los Derechos Humanos ha logrado afianzar el criterio que no hay excusa alguna para las organizaciones mafiosas que se amparan en el Estado para justificar sus acciones criminales.
En el caso del proyecto que despenaliza el aborto en los casos específicos ya reseñados, se trata de proteger la libertad de conciencia de las personas, pero tendrá que hacerlo coherentemente, es decir, al aplicar ese criterio plenamente, ello implica afirmar que el Estado no puede decidir por las personas. Aquí está el centro del dilema ético e institucional, a nadie se le puede obligar a abortar, pero tampoco puede el Estado reemplazar a la mujer y su pareja o familia, quienes son responsables, en conciencia de tomar la decisión.
El Estado en democracia no es confesional, garantiza la libertad de culto de todos y todas quienes profesan un credo religioso, pero no le impone a ninguna persona una fe o religión determinada. El Estado asegura la libertad de creer pero no puede obligar a nadie a que así lo haga. Este es un punto medular, un parte aguas en que se separan los caminos de la tolerancia versus la intolerancia.
Precisamente, el fundamentalismo de distinto cuño es el pretende que el Estado imponga, que el Estado indique, que el Estado irrumpa en el ámbito de la libertad individual, que es un terreno que no le compete, al menos en democracia.
En el siglo XX, se vivieron las dos máximas experiencias totalitarias, el estalinismo y el nazifascismo y en ambos proyectos la pretensión de sus ideólogos o talibanes, como se les llamaría ahora, era que el Estado abarcara la vida social y la cultura en forma absoluta, pues creían que hombres y mujeres eran inmaduros de asumir sus propias opciones.
El humanismo socialista, de acuerdo a sus más profundas raíces libertarias y a sus convicciones de preservar ante todo la dignidad de la persona humana, rechazó y rechaza ese dogmático paternalismo y aboga por que el Estado sea capaz de preservar, en nuestro país, la capacidad de optar de sus habitantes.
Se trata, en los casos que establece la ley, de acabar con la prohibición con que el Estado coacciona a toda la sociedad. Cuando hay dilemas de conciencia la decisión está en el libre albedrío de la persona.