Ante el efecto devastador que ha adquirido el llamado caso “Penta”, la directiva en funciones de la UDI, principal partido político afectado por la investigación en curso y por su consiguiente impacto nacional, ha debido hacerse cargo (como ha podido), de un capítulo severamente negativo y muy duro para su organización y sus pretensiones futuras.
Tarea nada fácil, si además de la gravedad de los hechos en sí mismos, estos involucran a figuras decisivas de esa formación partidaria. La UDI está afectada en el núcleo de su sistema nervioso, razón más que suficiente para que su centro direccional esté viviendo una etapa de shock. Ni más ni menos. Si además judicialmente, se configura una práctica realizada en los hechos de forma institucional, su situación legal como fuerza política pasa a estar seriamente cuestionada.
Pero, no es aceptable que su actitud sea involucrar al conjunto del sistema político, tratando con ello equivocadamente de disminuir el enorme daño que la propia UDI sufrirá, inevitablemente, como resultado de estos vergonzosos hechos. No es válido pretender poner en tela de juicio la legitimidad de la institucionalidad democrática.
Esto pasa cuando en una declaración de “mea culpa” se justifican en una supuesta “práctica generalizada” y sus voceros han dicho “que todos lo hacen” o que “esto siempre ocurre”. Estas aseveraciones son inaceptables. El criterio de manchar a los demás, para aliviar las propias culpas, es totalmente inadmisible.
En la intromisión ilegítima y desproporcionada del dinero en la política, a la UDI le toca un rol principal. Ese papel arranca desde hace décadas y surge en el irregular y fraudulento proceso de privatizaciones que tuvo lugar bajo la dictadura de Pinochet.
Las transferencias del patrimonio del Estado, acumulado gracias al esfuerzo de varias generaciones de chilenas y chilenos, fue en provecho de un puñado de adeptos incondicionales, escogidos por estar vinculados a la UDI; esos nuevos ricos y este partido estaban unidos férreamente en la defensa del régimen, que les transfería una riqueza a la que en otras condiciones jamás habrían accedido.
Esta alianza de civiles pinochetistas, enriquecidos de la noche a la mañana, se prolongó a lo largo de los gobiernos civiles de la transición. En ese contexto, parapetada en el sistema binominal y en el manejo de platas ilimitadas, la UDI abultó su representación parlamentaria de forma tan voluminosa que se transformó en la fuerza política, con la mayor votación individual y el mayor número de parlamentarios.
Gracias al clientelismo que logró imprimir a sus campañas, ejecutando una especie de soborno masivo en los sectores más pobres, cosechó frutos electorales con decisivos efectos políticos.Entre otras repercusiones, desplazó al partido Renovación Nacional a un lugar subalterno en la disputa dentro de la derecha, lo que le significó a la UDI ser el eje del pasado gobierno de Sebastián Piñera.
Cuando algunos repiten la crítica (valedera en diversos aspectos) que en la transición democrática chilena, no se hizo tal o cual cosa, entre otros factores, pasan por alto, que el partido político heredero de Pinochet, la UDI, es el que desde años, cuenta individualmente con el mayor número de escaños en el Congreso Nacional. Las desproporcionadas cantidades de dinero, invertido en clientelismo consiguió ese propósito.
Por eso, ese Partido se dio maña para evitar las reformas constitucionales que, recién el 2005, permitieron eliminar la tutela militar del texto en que está consagrada la Constitución Política del Estado. Durante un buen tiempo mercantilizar la política le dio un fructífero resultado. Hasta ahora, cuando se ve sacudida por el escándalo del Pentagate.
Ésta es la raíz de la catástrofe política que hoy les golpea: acostumbrarse a una bolsa sin fondo para gastar cuanto quisieran sin importar el respeto a la ley. Así se levantó un mito que hoy se desploma, aquel de la UDI Popular. Esa es la razón de que las consecuencias políticas le sean impredecibles y sólo se podrán medir a mediano y largo plazo.
Es curioso el fenómeno que afecta a estos grupos tan herméticos y cerrados, que presumen de una supuesta ortodoxia, de una rigidez invariable, de un rigor a toda prueba y, sin embargo, bajo la mesa asumen otra conducta y abjuran de cuanto presumen. Parece ser que el acendrado mesianismo de que hacen gala, no es más que una cubierta ideológica, que justifica a sus conciencias practicar cualquier tipo de conducta.
En fin, por el bien de la democracia chilena hay que solicitar rigor de los Tribunales de Justicia y un esfuerzo legislativo que ponga freno a gastos desbocados, en que gruesas sumas de dinero, se usan para obtener resultados por cualquier medio. Lo que está detrás de esta encrucijada es si prevalece la política como un bien público o si está sometida a las fuerzas del mercado, es decir, que si un grupo logra recaudar una mayor cantidad de dinero ese es el que, finalmente, se va a imponer en el ejercicio democrático.
Hacer retroceder la cultura del clientelismo no será fácil. Una franja del electorado, lamentablemente, se acostumbró a que le regalen toda suerte de mercaderías, desde cajas de alimentos hasta relojes, anteojos e incluso televisores, sin olvidar el pago de las cuentas del gas, la luz o el agua, con ese descontrol se puede explicar que haya quienes envían un angustiado SOS, pidiendo “el raspado de la olla”.
Las elecciones son fundamentales para la estabilidad democrática, son las que garantizan la legitimidad de la autoridad que ejerce la tarea de gobernar. No pueden ser interferidas por las malas prácticas que ha sacado a luz el caso Penta. Se trata, de un tema de fondo, no hay democracia, sin elecciones libres y trasparentes, hay que cuidarlas y preservarlas por el futuro de Chile.