Si bien valoro el apretón en la regulación y fortalecimiento de los sindicatos que trae consigo el proyecto de reforma laboral, creo que solo generará una mayor tensión y una baja en la demanda de trabajadores.
La iniciativa se olvida de los principales temas pendientes de la realidad laboral en Chile: la flexibilidad laboral con estabilidad en el empleo; la extrema duración de la jornada laboral; los escasos incentivos para capacitar; mecanismos más eficaces de diálogo entre la empresa y sus trabajadores; incentivos para la inclusión de minorías laborales y el mejoramiento del sistema de gratificaciones.
Creo que esta reforma es una ley para los sindicatos, un reflejo de las tajadas que cada integrante de la mesa negociadora se llevarán para su propio beneficio, olvidando el objetivo esencial de aumentar la calidad de vida de las personas. En términos generales, las condiciones laborales de los chilenos seguirán siendo las mismas, especialmente en lo que se refiere a la movilidad y la empleabilidad, que seguirán estando a merced de los vaivenes macroeconómicos en vez de seguir lineamientos trazados por derechos y deberes reconocidos y respetados por todos.
Más aún, el emprendimiento seguirá siendo el pariente pobre de la economía, aquel pariente simpático, buena onda, pero altamente volatil y poco confiable.
Quien quiera emprender y crear nuevas fuentes de trabajo probablemente lo pensará dos veces antes de embarcarse en esa aventura, y no lo digo con el fin de demonizar a los sindicatos sino al sistema, que seguirá siendo una maquinaria engorrosa, complicada, poco amigable, que no ayudará a las personas de las empresas —dueños y trabajadores— a crear equipos bien afiatados, que reman para el mismo lado, que se apoyan mutuamente, que buscan en conjunto la innovación para un mayor y mejor crecimiento.
Al menos hacia allá apunta la economía de los países desarrollados que lideran estas materias, y de los cuales estamos tan lejos. Peor aún, con esta reforma nos estamos alejando de ellos. Vamos para atrás.