Que los cambios sociales generan inexorablemente polémicas, controversias y conflictos, es algo que no sólo se encuentra plasmado en los diferentes manuales de sociología, sino que también está avalado por múltiples evidencias en la historia de la humanidad.
Lo anterior adquiere una especial y más nítida expresión, en un mundo en que el sistema socio-económico y cultural preponderante, el modelo neo-liberal, se ha desplegado con pretensiones de ” única alternativa”, de ”científicamente fundado” y mostrando dimensiones similares a las que llevaron a Walter Benjamin, hace ya casi un siglo, a caracterizar el capitalismo como una religión cuyos dogmas centrales son el mercado y el consumo y su dios el dinero.
La pregunta que resume “el estado de la cuestión ” es ¿hay algo más difícil en el mundo actual que cambiar la modernidad neo- capitalista?
En el caso de la sociedad chilena de estos días, en primer lugar y sin estar nunca demás recordarlo, la transición a la democracia se ha llevado a cabo con significativos logros de los gobiernos concertacionistas.
No obstante, en la primera década del nuevo siglo, las dimensiones de injusticia y desigualdad en la distribución de la riqueza, en la segregación educacional, en las relaciones laborales, en la toma de decisiones y participación ciudadana, en la elección de los representantes de las mayorías, en el abuso y utilidades desproporcionadas de algunos privados, incluidos los que administran recursos naturales, entre otros, crearon la convicción moral y política en la población de la necesidad de implementar reformas estructurales en nuestra sociedad.
El que hayan surgido variadas opiniones y hasta vehementes discrepancias al respecto entre diferentes actores del quehacer nacional, claramente no debería ser algo que sorprendiera a nadie y mucho menos que se le otorgara el carácter de un indicador inequívoco de la próxima “debacle chilena”.
Lo que sí resulta inquietante, es que esta tensión entre quienes realmente desean realizar cambios en la situación actual y los que simplemente desean seguir administrando lo existente, pudiera dar lugar a un inmovilismo inertico en que, al llegar a fines del gobierno, se constate que poco o nada ha variado.
Es aquí donde surge el rol fundamental que debe asumir la presidenta Bachelet, de manera de cumplir con la peculiaridad de los liderazgos carismáticos, los que, precisamente, están llamados a convertirse en factores esenciales de los cambios históricos, generando un entusiasmo y compromiso en torno a sus propósitos y proyectos entre sus colaboradores directos, en la coalición política que la eligió y en la mayoría de la población.
Las transformaciones sociales requieren, más temprano que tarde, de estos líderes que son capaces de concitar una adhesión a sus causas, superando las dudas y pasividades y rompiendo con la continuidad y permanencia de determinadas situaciones.
A mi juicio, sería un error con consecuencias irreversibles, repetir lo ya observado en el primer gobierno de la Presidenta, en el que, en aras de proteger su popularidad, se optó por una suerte de “blindaje” en su rol pro-activo como jefa de gobierno de una coalición política (la Concertación en ese entonces), sin inmiscuirla en temas o ámbitos en que su perfil mandatante sobre la coalición y/o su mediación en determinados conflictos fuera puesto a prueba. Esto se observó, concretamente, en relación a las conductas, desórdenes y cierta diáspora que evidenció la Concertación en la última parte de su gestión.
La difícil, pero a la vez tan privilegiada oportunidad que presenta nuestra sociedad de concretar transformaciones en pro de una mayor justicia social, con todo lo que ésta implica, amerita que la presidenta Bachelet se posesione definitiva e indiscutiblemente en su rol de líder del gobierno de la Nueva Mayoría y recorra el país socializando en la población el verdadero sentido de los cambios que la mayoría espera y que han sido, en variadas oportunidades, tan tergiversadamente comunicados.
Paralelamente, creo que ha llegado el momento que los actores políticos y sociales (partidos políticos, sindicatos, empresarios, estudiantes, iglesias, etc.) se pronuncien clara e inequívocamente sobre lo medular de los cambios que se están proponiendo y actúen en consecuencia.
A veces uno tiene la sensación de que “diferencias” sobre aspectos procedimentales y/o materias más bien marginales, se elevan a razones “fundamentales” para cuestionar las respectivas reformas, menguando significativamente la dinámica y agilidad necesaria que requieren las transformaciones esperadas.
Si las discrepancias de fondo existen y se explicitan, creo que estaremos en presencia de un necesario y saludable debate propiamente ideológico, en el que todos podremos saber quién es quién y, lo más importante, la ciudadanía estará en condiciones de evaluar y redefinir sus referentes políticos y sociales.