Supongamos que mañana el presidente de la Corte Suprema incursiona pública e imprudentemente en terrenos sobre los que carece de autoridad, y que además emplea expresiones destempladas y de mal gusto como las que usó el contralor Ramiro Mendoza en un congreso de Derecho Administrativo en la Universidad Católica.
O que hicieran algo semejante el Fiscal Nacional, el presidente del Tribunal Constitucional, la presidenta del Senado, o incluso la Presidenta de la República. Quedaría de manifiesto una degradación de los hábitos institucionales en nuestro país, y estaríamos en serios problemas sin duda.
Se equivocó Mendoza. En primer lugar, porque perdió de vista que, aunque está a punto de dejar el cargo, sigue siendo el contralor general de la República, lo cual le impide actuar desaprensivamente en materias de connotación política. Y se equivocó también porque su intemperancia verbal le ha prestado un flaco servicio a la Contraloría, cuya misión como órgano de poder administrativo debe estar al margen de las pugnas partidarias. Y pareció que él hablaba como un opositor al gobierno.
Algunos defensores de la actitud de Mendoza han dicho que hay que distinguir entre la forma y el fondo de sus expresiones. Es el viejo recurso que se utiliza para excusar la liviandad en el uso del lenguaje, de lo cual, por desgracia sobran los ejemplos entre los parlamentarios. Lo concreto es que la forma condiciona el fondo, y viceversa.
Por lo tanto, pedir que se ponga atención al contenido y no a las palabras que le dan cuerpo a ese contenido es una forma de escaparse por la tangente. Los abogados saben que deben ser rigurosos con el lenguaje, so riesgo de quedar descalificados ante el tribunal, y sucede que Mendoza es abogado. Y los profesores saben que deben cuidar sus palabras al dictar clases, por respeto a sus alumnos y a sí mismos, y sucede que Mendoza es también profesor universitario.
Para su desgracia, él anuló la posibilidad de llamar la atención, en términos constructivos, sobre los defectos de nuestro orden legal y administrativo, por ejemplo las leyes mal concebidas o que simplemente no se cumplen, lo que habría servido para alentar el esfuerzo por elaborar mejores leyes y aplicarlas con rigor.
Chile necesita avanzar hacia el desarrollo no solo en el terreno económico-social, sino también en el de la calidad de las instituciones y las normas que nos damos. Es antigua la compulsión de dictar nuevas leyes frente a cualquier problema que se presenta. Y luego de aprobadas, se tiende a creer que el asunto está resuelto. Es una forma de autoengaño que necesitamos eliminar.
No son pocos los vacíos de nuestra estructura institucional, entre ellos la falta de mecanismos para fiscalizar mejor el uso de los recursos públicos. Los municipios ilustran tristemente el desorden y el dispendio. Aunque Chile obtiene buena nota en las mediciones internacionales sobre corrupción, eso no significa que esté inmune. Si los sistemas fallan, si se relajan los controles, pueden extenderse las malas prácticas y las trapacerías.
Necesitamos mejorar nuestras prácticas institucionales, y en ello juegan un papel fundamental quienes las encabezan. Por eso es tan esencial guardar las formas y no agravar las tendencias nocivas, como la de creer que ser elocuente es lo mismo que ser agresivo. “El contralor puso el dedo en la llaga”, dijo Lily Pérez, para explicar la actitud de Mendoza. En realidad, él dejó al descubierto otra llaga al proceder de un modo que hace desconfiar de la prescindencia política de la Contraloría.
¿Acusarlo constitucionalmente? Es una mala idea. La sanción social ya ha sido fuerte. Hay que esperar que cumpla su período y que sea designado el reemplazante. Y asegurar que la persona designada actúe con sobriedad y sentido de Estado.
Para evitar confusiones, hay que señalar algo tan obvio como que el cargo se desplaza con la persona que lo desempeña. Un diputado detenido por conducir en estado de ebriedad (es solo un ejemplo) no puede decir que dejó el cargo en la casa. Y es acomodaticio decir que alguien “no habló como ministro, sino como simple ciudadano”. No nos contemos cuentos.
Saquemos alguna lección de todo esto. Todas las personas que ocupan altos cargos en la administración del Estado deben actuar con estricto apego a las normas vigentes y procurar que su desempeño contribuya a proteger el interés nacional.