El devenir de un proceso de reformas no se puede anticipar del todo, menos cuando se entrecruzan los efectos de cambios institucionales de grandes dimensiones.Lo que sus promotores pueden hacer es prepararse para tener la capacidad de adaptación a las nuevas condiciones puestas en marcha por propia voluntad.
El escenario político y social cambia significativamente cuando se pasa de los enunciados a las propuestas específicas. No basta con tener un apoyo inicial amplio e incluso arrollador.La opinión pública responde de manera diversa una vez que percibe como un evento próximo a su vida cotidiana aquello que fue un anhelo lejano.
No se puede ir tan de prisa que uno llegue a convencerse de que lo único que importa es la aprobación de leyes en el parlamento.Lo que sucede en la percepción de los ciudadanos es lo decisivo. No por nada, en los últimos años, lo que ha acontecido en el mundo social, ha terminado por predominar en política y cambiado el comportamiento de los actores. Eso no cambia porque ahora se tenga el gobierno. Es posible que acontezca precisamente lo contrario.
Si lo que te llevó al poder es el haber sintonizado con el sentido común ciudadano, no ha de ser la pérdida de esa cercanía lo que te mantenga en el poder.
De modo que no es lo mismo cumplir con el programa que ser ratificado por los ciudadanos al mando de la nación.Puede que el mundo soñado no sea el dechado de virtudes que se veía en lontananza, sino un orden social mucho más complejo del que se percibía en un principio.
La capacidad de adaptación consiste en saber que el apoyo ciudadano no puede ser considerado como una constante contra la que se puede girar sin peligro y sin límite. No se trata de un dato constante, es un aspecto variable.Cuando se llega a una situación inédita, tampoco la ciudadanía sabe con anterioridad cómo se va a comportar cuando el cambio es inminente.
Desde siempre se sabe que las reformas no funcionan sino hasta cuando se encarnan en sus principales actores. No es cosa de cambiar artículos o aprobar leyes. Al menos esto no basta. Sin duda lo que está pasando ahora con los padres y apoderados, con los alumnos y sostenedores, es de vital importancia. Si no se comprometen con una reforma que entiendan como propia, entonces tendremos una implementación frustrada y frustrante.
Las encuestas están demostrando una evolución ciudadana en la reforma de la educación similar a la conseguida por la reforma tributaria. Las leyes se aprueban, pero su respaldo disminuye. Sin embargo, esta no es una evolución fatal. Se pueden incorporar rectificaciones tempranas que mejoren los resultados políticos y sociales.
Lo primero que hemos aprendido es que los líderes de las reformas han de saber pedir ayuda y apoyo. Los ministerios son sectoriales, pero las reformas son políticas en su gestión y son globales en sus efectos. Nadie puede implementarlas solo desde su metro cuadrado. Pedir apoyo significa disponer de un número suficiente –y variopinto- de colaboradores que aglutinen el conjunto de respaldos que se necesitan para asegurar el éxito de la iniciativa. Los colaboradores no han de ser escogidos únicamente por afinidad personal, sino por necesidad y sentido político de la empresa colectiva en la que todos deben estar y sentirse comprometidos.
Segundo, y como es obvio a estas alturas, ha de entenderse que un apoyo crítico a la formulación inicial de un proyecto no constituye un ataque, bien puede ser un aporte que pone el acento en efectos no deseados o deficitarios, a los cuales no se les había puesto suficiente atención. Al final resulta siempre de mayor provecho darse cuenta a tiempo de un error o de una omisión que aprobar, entre aplausos, un producto defectuoso del que nos tendremos que hacer cargo tarde o temprano.
En tercer lugar, resulta indispensable contar desde el inicio con una estrategia de implementación de la reforma que sea integral, convincente y que sea conocida por cada uno de los actores clave del proceso.
Bachelet ganó porque supo sintonizar con un anhelo profundo de cambios que hacían sentido a la mayor parte del país. Lo decisivo estuvo siempre en esta sintonía de sentido que se pierde si las reformas son presentadas por segmentos o trozos, ninguno de los cuales explica por sí mismo su importancia o su posición en el puzle completo de un modo evidente. Más todavía cuando la derecha ataca a estas iniciativas con mirada política y global.
Eso debe ser subsanado y al centro de la reforma ha de quedar siempre el mensaje, positivo y necesario, del fortalecimiento de la educación pública de calidad, como factor nacional de integración social e inclusividad por sobre privilegios y prejuicios.
Hay un cuarto aspecto importante. En el debate sobre la reforma de la educación nos hemos centrado en el punto de llegada de esta iniciativa. Al final del camino lo que tendremos será mayor equidad, sin lucro, sin discriminación, con gratuidad. Pero eso no basta. Resulta que de aquí al final del gobierno Bachelet, los municipios seguirán administrando colegios, la implementación de medidas será gradual y los efectos perceptibles serán lentamente observables.
A este gobierno le toca administrar la transición inicial de la reforma educacional que se apruebe. El punto de partida, el aquí y el ahora, el presupuesto del próximo año, la retención de matrícula en la educación pública, las expectativas de los padres y apoderados al corto plazo, todo esto importa decisivamente. Si se pierde el presente, no habrá ningún futuro mejor que esperar.
Lo mejor que está pasando es que la reforma educacional está experimentando cambios en su formulación. Es sensible a las respuestas sociales que provoca. En eso consiste el diálogo fructífero en la esfera pública, y es lo que nos permite augurarle un buen destino.