Me sorprendí mucho al leer la editorial de El Mercurio del domingo pasado sobre las desigualdades y la reforma impositiva. No por su argumentación bien conocida, sino por sus críticas referencias a la obra de Thomas Piketty “El Capital en el Siglo XXI”, que ha cobrado una súbita fama en Europa y EE.UU.
El economista francés haciendo un análisis histórico del capitalismo, llega a una conclusión poco novedosa: el mercado produce riqueza, pero sin reglas aumenta las desigualdades pues las rentas del capital están menos distribuidas que las del trabajo.El Mercurio se esforzaba por argumentar – como antes lo hicieron The Econmist y el Finantial Times – para demostrar que las afirmaciones de Piketty eran erradas.
Lo que me llama la atención es la facilidad con que unos y otros recurren a un autor poco conocido entre nosotros para respaldar sus posiciones contra las desigualdades o para refutarlas, defendiendo o atacando la reforma tributaria.
La obra de Piketty todavía no ha sido traducida al español. Existe en francés e inglés en libros de 900 y 700 páginas respectivamente. No niego que algunos economistas o cientistas sociales hayan podido estudiarla con inusitada rapidez en esas lenguas, pero dudo que sea un número significativo.Más bien resulta probable que hayan leído los comentarios a su obra en alguna publicación o en la red. Y lo mismo me imagino habrá hecho el editorialista del diario decano.
Es que Piketty ha saltado al éxito porque ha tocado la tecla justa cuando la economía mundial viene saliendo de una gran crisis y las políticas de austeridad han aumentado las desigualdades entre los más ricos y los que viven de su trabajo. Sus conclusiones ponen en cuestión los pilares de la escuela neoliberal. No es de extrañar porque él es un socialista. Lo novedoso es que haya encontrado tanto eco en las universidades anglosajonas.
Se ha convertido en el gurú de las desigualdades, como lo fue un tiempo – aunque con menor impacto mediático – otro intelectual francés: Pierre Rosanvallon. Piketty ha propuesto que los países se pongan de acuerdo para establecer un impuesto de un 80% a las rentas de los sectores más adinerados del mundo. Lo que no deja de ser algo ingenuo si tenemos en cuenta que la llamada tasa Tobin a las transacciones financieras propuesta en los años 70 hasta ahora no ha sido adoptada.
Existe entre nosotros, como mal endémico, más comprensible en la juventud cuando el espíritu inquieto anda suelto, la tentación de apropiarse de ciertas obras o pensadores extranjeros desconociendo el contexto en que han sido publicadas y la verdadera intención de sus autores. Con facilidad se los transforma en “maitres à penser”. ¿No ocurrió así hace pocos años con F. Fukujama o M. Friedmann? Me pregunto, ¿cuántos los leyeron? Es más fácil aferrarse al péndulo de la moda que oscila entre la derecha y la izquierda.
Cada quien esgrime en la arena política los autores que le sirven de apoyo y, por cierto, no leerá jamás a aquellos que considera como ideólogos del adversario. Se saldría de “lo correcto”. Ello resulta más absurdo cuando hoy existe un consenso muy amplio sobre la necesidad de la reforma tributaria, incluso sobre el monto de recursos a lograr ( 3% del PIB).
Recuerdo que en los movidos años 60 en la UC., varios estudiantes de Sociología hablaban de la obra de R. Dahrendorf “La lucha de clases en la sociedad industrial” haciendo referencia al capítulo en que el autor hacía referencia al pensamiento de Marx sobre las clases sociales. Para muchos fue su primer contacto con C. Marx.
Los estudiantes de Derecho los mirábamos con cierta envidia: nosotros sólo habíamos tenido un contacto apologético con Marx, el cual dicho sea de paso es mucho más relevante para el estudio de la sociedad que del derecho. Todos, sin embargo, desconocíamos que en esos mismos años, mientras nosotros seguíamos a Dahrendorf como gran “izquierdista”, Willy Brandt procedía a expulsarlo del partido Social Demócrata alemán (SPD) por sus posiciones liberales.
Las ideas llegaban a América Latina patas para arriba. No había internet y nadie se preocupaba por entender el significado cultural de las obras que leíamos afanosamente.Teníamos una facilidad enorme para huir de la realidad y refugiarnos en un cómodo debate de ideas generales, cada uno en su casillero.
Pensé que con el desarrollo del país esta mala costumbre había terminado. Pero el caso Piketty me demuestra lo contrario. De nuevo una obra económica es tratada como arma ideológica. ¡Pareciera que el debate tributario estuviera poniendo en juego el sistema económico!
Su propósito es bien diferente: busca contribuir en forma gradual a la reducción de las desigualdades de ingresos y abrir paso a una mejoría en el sistema educacional, amén de financiar un mayor gasto público que pueda contribuir a mejores servicios por parte del Estado.
Se podrá discutir el contenido y oportunidad de la reforma tributaria, los mecanismos que utiliza y los efectos sobre el ahorro y la inversión. Todo ello es lógico y necesario. Para eso está el Parlamento y, a fin de cuentas, un sistema democrático que se funda en la deliberación pública. Pero para eso no es necesario recurrir a argumentos de autoridad tomados de autores que no han sido cabalmente asimilados por la academia y menos por la política.
Las ideas sociales, económicas o políticas se vuelven ideológicas cuando escamotean la realidad y se revisten de autoridad. Y para ello, con facilidad y desparpajo, se recurre al peso o la fama de intelectuales de moda.Es como un baile de máscaras en que no se quiere reconocer las coincidencias y se exacerban las contraposiciones.
Es de esperar que el debate en el Senado sea más serio.