Las noticias provenientes de Corea del Norte señalan que bajo la autocracia de Kim Yong Un se ha desatado un ajuste cuentas y un reequilibrio en el poder, iniciado con la ejecución de quien aparecía como el “número dos” del régimen, el mismísimo tío y, según los medios informativos, “mentor” del gobernante responsable del juicio sumario previo a quitarle la vida.
Las causas de tan violenta convulsión interna se desconocen y, posiblemente, en su trasfondo profundo nunca se sepan. Es la dinámica del régimen de naturaleza estalinista, puesto en marcha por el abuelo del actual Kim, padre del anterior Kim y fundador del Estado totalitario, llamado Kim Il Sung,
Se trata, desgraciadamente, de la perversa deformación del Estado de los obreros y campesinos proclamado como objetivo fundacional del movimiento comunista internacional hace ya un siglo, en medio de la profunda crisis del sistema capitalista que concluyera en la Primera Guerra Mundial, devenido por un artificio ideológico en una férrea dictadura que utiliza el terror como arma esencial de perpetuación, al igual que sus antípodas en la derecha, como Duvalier, Stroessner, Idi Amín Dada o Pinochet.
El estalinismo se incubó en los lejanos países del “Este” europeo, pero en el mismo centro del Occidente capitalista se instaló Hitler y el feroz régimen totalitario del llamado nacional-socialismo, que ejecutó el holocausto, el exterminio de una raza y de un pueblo como política de Estado.
Hay que repudiar las dictaduras, sea del signo que sea, porque en definitiva, el Estado pasa a constituirse en una casta que se apropia para sí, sea a través del absolutismo más extremo, como en el caso de Corea del Norte, o a través de privatizaciones y abusos de poder que enriquecen a un grupo mínimo de privilegiados e incondicionales, como ocurre con las dictaduras neoliberales, pero, finalmente, se arrebata a pueblos y naciones sus derechos y libertades; sus propiedades y pertenencias adquieren una fragilidad intrínseca ante un poder estatal omnímodo que en cualquier momento o circunstancia adopta las más sorpresivas pero atroces decisiones, siempre en una cadena sin fin de auto perpetuación a cualquier precio.
¿Se puede vivir en un régimen que, en cualquier momento, puede prescindir de la persona que sea, de un grupo social o étnico, decidiendo el término de su libertad, la expropiación de sus tierras o propiedades con la excusa del “interés estatal” o del “mercado libre”?
El burócrata o el avaro codicioso desalojan, despojan y expropian a miles o millones de sus raíces, su identidad, sus hogares y recursos.
En esas condiciones, la vida y la dignidad humana se convierten en un delgado hilo de sobrevivencia y subsistencia enteramente ajeno al carácter inviolable e inalienable que tales valores han alcanzado en la cultura universal, donde han ido asentándose a escala planetaria, paso a paso, como lo indica el estado actual de la civilización. Tales preceptos sólo pueden ser respetados en democracia.
Para el socialismo chileno, ese es el valor fundamental del régimen democrático en el cual está comprometido.No existe razón alguna ni de régimen político, sistema económico social, credo religioso o de naturaleza racial, que pueda situarse por encima de la dignidad y del derecho a la existencia que posee inarrancablemente cada ser humano, porque es su portador y sólo a él le está entregada la condición de tal.
El socialismo chileno es parte de este legado universal. En diciembre de 1989 el Partido Socialista se reunificó luego de un largo y doloroso período de divisiones internas, alentadas por la dictadura y sus servicios represivos, que atomizó a la organización partidaria y la situó al borde de su extinción como fuerza política nacional.
La lucha por la democracia y la unidad socialista revitalizaron al duramente golpeado mundo socialista, proclamando entonces que la naturaleza democrática de los objetivos históricos del socialismo no puede ser negada bajo ninguna circunstancia o pretexto a través de gobiernos dictatoriales por “breves” que estos se proclamen, pues la experiencia planetaria no se equivoca, en cada dictadura que surge aparece de inmediato su afán de perpetuación.
Por una parte, los abusos del mercado pueden tornarse endemoniados en la sustracción de riquezas a las grandes mayorías y, por otra parte, los crímenes de Estado han llegado a ser estremecedores.
Los argumentos se conocen. De un lado, que no se debe poner freno a las fuerzas del mercado, que las regulaciones entorpecen y, la más vulgar, que “hay que cuidar a los ricos” para que inviertan y creen riqueza.
Del otro lado, el cerco de las fuerzas enemigas hace inevitable una dictadura que frene la traición de dirigentes corruptos, que existe la infalibilidad del líder alimentada por el culto a la personalidad. En fin, desde la tecnocracia o la burocracia gobernante brotan infinitas excusas para que el régimen en el poder se vuelva cada vez más hermético y se atrinchere inescrupulosamente al precio que sea. Las dictaduras generan una cultura de corrupción y erosionan gravemente la ética social.
Desde Stalin a la fecha, los métodos de eternización han florecido. Pero no cabe duda que la teoría de un único y exclusivo partido gobernante ha sido el instrumento más determinante de tal designio, de esa voluntad de quienes gobiernan sin oposición, de seguir haciéndolo por tiempo ilimitado.
La experiencia socialista en la Unión Soviética se desplomó, precisamente, por la absoluta ineptitud del Estado de avanzar y conquistar nuevas metas en el desarrollo social, en el régimen económico y el sistema institucional, en el marco de la dominación del “partido único”.
El núcleo de la deformación estructural del “partido único” arranca de la desnaturalización del control estatal por la voluntad totalitaria de aquel grupo que se hace del “aparato” y lo usa para su perpetuación. En el caso soviético, la decadencia del período de Breznev no pudo ser resuelta sino hasta la extinción de la gerontocracia por el inevitable paso del tiempo.
Sin democracia, el llamado “socialismo real” y el aparato estatal que lo sostenía pasaron a ser una cáscara vacía. La imposición de un partido único no hizo más que debilitar las conquistas del socialismo, en lugar de hacerlas “irreversibles”, como se preconizaba.
Advirtiendo la gravísima distorsión de la teoría del partido único, el fallecido líder socialista chileno, Clodomiro Almeyda, elaboró en los años ’80, en tiempos de plena dictadura en Chile, su posición respecto del “carácter pluralista de la vanguardia”, argumentando tras dicho concepto que los procesos históricos se expresan en diferentes vertientes de pensamiento, organizaciones partidistas y corrientes ideológicas, que son un resultado objetivo de la evolución de cada país, por lo cual no pueden ser suprimidas ni coartadas por la simple voluntad de los gobernantes en un momento determinado de la vida de una nación.
Por eso luchó con toda su energía intelectual, política y moral contra el ya derogado artículo octavo de la Constitución pinochetista, que pretendía la exclusión por sus ideas de quienes pensaran distinto a la verdad oficial de entonces.
Su alegato ante el Tribunal Constitucional, que le aplicó tal aberración jurídica en 1987, resulta ser una pieza notable en la defensa de la libertad de pensamiento, realizado por un hombre de claras convicciones socialistas, ratificando con ello el sentido esencialmente democrático e intransablemente libertario del ideal socialista.
Las experiencias de las dictaduras de derecha indican que también trabajan arduamente para configurar su “partido único”, el de los privilegiados, de los abusadores, los que lo atrapan todo, los que no pierden nunca y mandan siempre.Es la herencia que en Chile hasta ahora no ha podido borrar la UDI como marca de origen, desde la noche de las antorchas en Chacarillas, para sublimar la megalomanía del dictador en 1977.
Ante ello, la lucha de los demócratas chilenos, de quienes lo entregaron todo para recuperar la libertad perdida, logró hacer perdurar la vigencia de la democracia como legado esencial de la tradición republicana del país.
Hoy el gran desafío es reformar los países en democracia, no como la tarea mesiánica de un grupo de iluminados, sino como la síntesis participativa y creadora de las demandas y objetivos compartidos de la sociedad civil y de las fuerzas sociales, generadas y conducidas bajo las normas y procedimientos democráticos que el desarrollo humano ha producido y que en cada nación se expresan de manera original e irrepetible.
La tragedia de Corea del Norte debe servir para afianzar y robustecer tales convicciones; ahora el régimen “borra” de Internet las noticias desde octubre hacia atrás, rehaciendo la historia, al igual que lo vaticinara la novela de Orwell “1984”, en el afán de eliminar la huella del defenestrado “tío”, fusilado sin contemplaciones.Esto confirma que, sin democracia, el capitalismo o el comunismo se convierten en una dominación que puede llegar a los peores extremos.
El futuro del socialismo chileno está unido inseparablemente a su capacidad y fortaleza de consolidar y hacer del régimen democrático, no sólo una realidad institucional, sino que una cultura y una manera de existir, en que los derechos y libertades son parte del diario vivir, sin que aventura política alguna pueda trastocar o revertir esas conquistas universales, enraizadas definitivamente en la sociedad chilena.