Hace 24 años, Patricio Aylwin, el candidato que representaba el NO al continuismo de la dictadura, derrotaba contundentemente a su antípoda, Hernán Büchi, el ex ministro de Pinochet que pretendía eternizar su herencia autoritaria como mandatario civil.
Esta semana he visitado en su casa a don Patricio, en reconocimiento de su contribución política determinante para alcanzar el objetivo esencial de recuperar la democracia en nuestro país. Con su inigualable sencillez, me ha señalado, “le agradezco”.
Qué enorme distancia existe entre la estatura política y moral de un estadista como Patricio Aylwin, respecto de quienes conciben la tarea política como un mero escalamiento personal en sucesivas posiciones de poder.
Lamentablemente, muchos ajetreos exclusivamente individualistas han ocasionado que el “animus societatis” con que se aseguró la conquista de los propósitos fundamentales de la transición democrática se ha debilitado considerablemente.
Sin embargo, a pesar de ello, la cultura concertacionista de colaboración y entendimiento entre diversas vertientes de pensamiento y de acción política, aquel gran espíritu unitario que permitió el triunfo del NO el 5 de octubre de 1988, logró perdurar en la conducta y el comportamiento de diferentes protagonistas del escenario nacional y se ha proyectado en el bloque de la “Nueva Mayoría”. Todos sus actores son decisivos y ninguno puede ser excluido.
Sin embargo, es perfectamente posible observar que ya no se asigna la misma gravitación al factor de la unidad. Incluso, hay quienes ven tales esfuerzos como algo ya “pasado de moda”, engorroso, como un esfuerzo estéril que provoca innecesarias pérdidas de tiempo.
En el peor de los casos se llega a confundir el tema de la unidad de los demócratas chilenos con la llamada “política de los consensos” que, al inicio de la transición se aplicó para ganar estabilidad institucional, cuando aún el ex dictador permanecía en la Comandancia en Jefe del Ejército.
De modo que resulta necesario, una vez más, reafirmar la dimensión decisiva que adquiere para la concreción de las reformas comprometidas con la sociedad chilena una política estratégica que hace de la unidad de los demócratas chilenos uno de sus objetivos fundamentales.
Subvalorar o despreciar este ingrediente puede conducir a la parálisis del proceso transformador, al restar apoyos que son decisivos para asegurar la mayoría nacional requerida para el proceso de cambios.
En tal sentido, el legado de la cultura concertacionista, de amplia unidad democrática y de lucha coherente para desplazar los enclaves autoritarios no debe causar complejo alguno en sus diferentes actores, sino que proyectarse legítimamente a futuro.
En la fuerza y amplitud de la unidad radica la viabilidad de las reformas y los cambios que se han situado en el centro de la agenda nacional. Resulta especialmente importante subrayar estos criterios antes que concluya la segunda vuelta presidencial de la que, muy probablemente, emergerá un nuevo gobierno de las fuerzas democráticas.
Por cultura y tradición, el pueblo de Chile no se moviliza tras un salto al vacío, sino que tras un programa reformador, que es el articulado en torno al liderazgo de Michelle Bachelet y que se propone reformar la educación, la salud, las normas laborales y tributarias, así como la Constitución del país.
La concreción de ese programa abrirá un nuevo período en la historia democrática de Chile y potenciará las energías creadoras de la sociedad chilena. Por eso, la derecha repudia este programa reformador, manipula los hechos y desfigura ante la opinión pública sus propósitos y objetivos de largo alcance.
Tales avances democráticos se plantean luego de veinte años de sucesivas transformaciones, que han ido modificando, paso a paso, el trasfondo institucional del país. De la pretensión de una “democracia protegida”, bajo tutela, Chile ha ido madurando y permeando las bases constitucionales que lo rigen, hacia el ejercicio pleno e irrestricto de la soberanía popular.
El precepto pinochetista de una “democracia protegida” quedó en el pasado. Lo que falta ahora es dotar a la nación de una nueva Constitución Política del Estado “nacida en democracia”.La maduración de este nuevo objetivo es alcanzable sobre la base del entendimiento y la unidad de las fuerzas democráticas que consiguieron dejar atrás la dictadura.
En la crítica a la tarea democratizadora se argumenta acerca del largo y extenso período cubierto por este proceso. Se condena esa dilación, se añora un vértigo mayor, más intenso y seudo-radicacalizado.
El quehacer en el ámbito de la política es enteramente diverso, en su naturaleza, a una competición deportiva o a un juego de azar.
La esencia de la ética política democrática es resguardar el bien común, proteger y evitar que los intereses nacionales puedan caer en el abismo de una confrontación que desgarre al país y que, luego, en el control de la nación se instalen los grupos de poder vencedores que se reparten el patrimonio que no les pertenece y esquilman a los trabajadores y a la sociedad con cargas o “farras” que se pagan durante décadas.
En América Latina tenemos muchos casos de este tipo: la guerra de las Malvinas en Argentina; el saqueo privatizador de la dictadura chilena; la entronización de estados corruptos y sanguinarios, como lo hicieron los Duvalier en Haití; Trujillo en República Dominicana; Stroessner en Paraguay; Odría y otros dictadores en Perú. En fin, la lista puede llegar a ser interminable.
De modo que instalar y consolidar el régimen democrático es el objetivo y la tarea central a ejecutar por diversas generaciones de luchadores, con el fin de enraizar y desarrollar las formas de convivencia que permitan que nuestros pueblos puedan disponer de las libertades y derechos que la evolución de la civilización humana ha puesto al alcance de las naciones en esta primera etapa del siglo XXI.
En este camino, ni el odio ni el resentimiento son buenos consejeros. Al respecto, el ejemplo de Nelson Mandela resulta vital. Su mano generosa, abierta e inclusiva ha impedido que Sudáfrica se trizara de manera irreparable como sí ocurriera, desgraciadamente, con la mayor parte de los procesos democratizadores y de liberación nacional llevados a cabo en África.
Tampoco son aconsejables las consignas maximalistas que dan alas y aumentan el siempre atento mensaje desestabilizador de los grupos más radicalizados en la derecha.
En tal sentido, fijar con precisión el objetivo principal resulta esencial y no desviarse luego de la brega por conseguirlo, en la cual la unidad de los demócratas chilenos es una herramienta fundamental, como lo fue hace un cuarto de siglo para derrotar la dictadura con un lápiz.
El gran esfuerzo debe enfocarse en la lucha contra la desigualdad, como el centro de gravedad de los esfuerzos gubernativos, que permita ganar nuevamente la confianza de amplios sectores ciudadanos descontentos o desencantados, así como restablecer la fuerza y legitimidad del régimen democrático en Chile.