Cuarenta años se cumplen del golpe de estado, el que no sólo interrumpió la vasta trayectoria democrática que hasta entonces ostentaba nuestro país y que nos distinguía en América Latina, sino además dio inicio a uno de los periodos más oscuros y trágicos de nuestra historia.
Las causas del quiebre democrático son hasta hoy objeto de estudios, análisis y discusiones. No pretendo entrar en ese debate, pero sí considero importante señalar que cualquiera que sean los hechos que hayan desencadenado el derrocamiento del gobierno del Presidente Allende, la verdad es que nuestra vieja democracia llevaba varios años experimentando un progresivo proceso de erosión.
Contribuyeron a ello la extrema ideologización y polarización de los partidos, la incapacidad de la clase política para construir acuerdos, la opción de la vía violenta que escogieron tanto grupos de izquierda como de derecha y el deterioro de nuestra economía.
Todos esos factores causaron un fuerte debilitamiento del consenso político, social y cultural que había caracterizado a Chile en los últimos 40 a 45 años y terminó –como ya sabemos- de la forma más brutal que hubiéramos podido imaginar.
La experiencia del régimen militar fue dramática. Fueron diecisiete años en que prácticamente la actividad política fue desterrada de la vida nacional, en los que fueron restringidas las libertades y derechos de las personas, y en los que se cometieron las más horrorosas violaciones a los derechos humanos.
Sin duda, se trata de una herida abierta en el alma de Chile. Tal vez nunca va a cerrar, pero sí puede dejarnos valiosas enseñanzas para el futuro de nuestra Nación. En este sentido, considero que ya asimilamos una lección no menor: la revalorización de los derechos humanos como un valor esencial de nuestra convivencia democrática.
No obstante, aún tenemos un desafío pendiente: la reconciliación nacional. Desde que se restauró la democracia, todos los gobiernos se han propuesto alcanzar ese objetivo. Sin embargo, no ha sido fácil.
Cada cierto tiempo se producen acontecimientos que han puesto de manifiesto que nuestro pasado nos persigue una y otra vez, removiendo heridas y sacando a flote los resentimientos acumulados durante tantos y tantos años.
Esas experiencias nos demuestran que no podemos desconocer que el reencuentro entre todos los chilenos exige aclarar los crímenes de lesa humanidad y que se castigue a los culpables de tales delitos. Es fundamental emprender esta tarea. De lo contrario, seguiremos divididos.
Pero además del imperativo de la verdad, debemos tener claro que la reconciliación se construye primordialmente día a día, con un espíritu de reciprocidad y de cooperación, en múltiples actitudes que van creando un vasto y amplio tejido de lazos fraternos, que nos permitan compartir sin temores ni recelos.
En este sentido, lamento que quienes cometieron las violaciones a los derechos humanos hayan sido incapaces de pedir perdón por el daño que causaron o siquiera de manifestar un asomo de arrepentimiento por los hechos en que participaron.
Asimismo, cuesta entender que actuales dirigentes y parlamentarios de los partidos políticos que respaldaron a la dictadura, muchos de los cuales trabajaron en ella, jamás –salvo uno- hayan tenido el coraje de reconocer que se equivocaron y que no les importó o que fueron indolentes ante el sufrimiento de miles de familias chilenas.
La reconciliación sigue siendo una tarea pendiente y, tal vez, sólo se logre cuando las generaciones posteriores a las nuestras miren los hechos de nuestro pasado reciente con la suficiente distancia como para no sentir ira y dolor, pero –ojalá- sin olvidar nunca sus trágicas consecuencias, pues la verdad y justicia son factores clave para lograr la unidad nacional y enfrentar el futuro.