De acuerdo, lector, el que suscribe no había nacido para entonces, no fue víctima de las colas, el desabastecimiento, los campos e industrias en paro permanente, la inflación escandalosa, y, en general, un gobierno, indeciso entre la toma total del poder o el respeto por una constitución de ininterrumpida continuidad desde 1925.
No sabe de lo que nos libramos con el Golpe. No opine entonces, me decía un tío mío, partidario rural entusiasta de la dictadura, extendiendo una mirada fulminante que nos obligaba a callar ante la pregunta indiscreta, que motivaba a nuestra atenta tía a ofrecerme otro trozo de carne asada dominical.
Usted no estaba ahí, no sabe. Según esta recurrente falacia, tampoco usted, querido lector sexagenario, podría opinar ni de Auschwitz, Babi Jar o Hiroshima porque tampoco estaba ahí o apenas era un infante cuyo llanto competía por la atención de sus padres con la venerable radio a tubos donde se enteraban de los avances o retrocesos de la Wehrmacht en la Segunda Guerra.
No ser un mero testigo presencial, nunca me ha parecido invalidante para formarse una opinión, más bien quien realmente vivió en una época dada, prejuiciado por los vaivenes de la coyuntura del minuto y oscuramente detentor de intereses creados, tiende, en ese instante, a no ver más allá de sus narices.
Todos tenemos historias de aquellos años en los cuales pasado y futuro se enfrentaron a muerte.El sueño despeinado, atarantado e ineficaz de la Unidad Popular sucumbía al sabotaje deliberado de una derecha que había dejado de creer en la democracia y también a su propia indolencia.
Ante la retórica deslenguada, ante la pérdida total de respeto por el adversario en la cual decayó una democracia reconocidamente estable, se erigió la más brutal acción militar que el país haya tenido memoria. Nadie esperaba ni el bombardeo ni la represión, nadie las torturas y desapariciones.Nadie la auténtica revolución, como lucidamente ha advertido Tomás Moulian.
La verdad, todos tenemos grandes o pequeñas historias que recordar cuarenta o menos años después. Yo nací en 1974, mi infancia transcurrió bajo los diecisiete años de dictadura. En voz alta del tema no se hablaba. Allende, la UP, parecían un mito, un cuento de hadas para asustar a los niños y hacer llorar a los abuelos, nunca te explicaban sus lágrimas.
La censura en la TV era absoluta, a cambio de la mentira y el silencio veíamos muchas series de EEUU, dibujos animados de la guerra fría y animé japonés, cuyas canciones aún cantamos. Eso, aparte del pop anglo, era lo único bueno que teníamos.
Un día después de la lluvia salí a la calle a jugar, vi las murallas, cuya feble pintura cedía al implacable lavado de la jornada anterior, extraños símbolos aparecieron en ellas, nombres olvidados, viejas consignas.
“Brigada Ramona Parra”, “Allende Presidente, ”Volodia senador”, “La pelea es contra los ricos…”. Entonces llevé a mi familia ante esos letreros y pregunté quiénes eran, qué querían decir, quién las había escrito. La única respuesta eran más lágrimas y silencio.Algún vecino mascullaba entre dientes, “no te metai, cabro”.
Caminé más y más cuadras, descubrí más y más murallas, nombres y signos. Tenaz, seguí preguntando, empezaron a surgir respuestas. Aparecía, bajo marciales compases, la figura adusta del Dictador en la pantalla de Televisión Nacional, mi abuela murmuraba un insulto. Alguien me pasó un par de libros de historia, de uno y otro bando.
Leía furtivamente las revistas APSI, Análisis y Cauce que algunos parientes se atrevían a adquirir cuando no había que hacerlo. Finalmente mi madre cedió a mi curiosidad y comenzó a relatarme la historia reciente de mi país.
Tenía apenas diez años y ya sabía de la CNI, los cuarteles de muerte y violencia, de las expoliaciones a los trabajadores, de la riqueza sin límites de unos pocos y la pobreza del enorme resto de nosotros, supe de la complicidad y la mentira de los ganadores, supe del ejercicio selectivo del miedo, el amedrentamiento, las esporádicas y horribles ejecuciones.
Las aún más furtivas audiciones que hacía de madrugada de Radio Moscú bajo mi cama confirmaban el cuadro que empezaba a formar en mi cabeza infantil.
Por supuesto que otros familiares míos, no vacilaban en defender lo que llamaban la “obra” del régimen militar, con la conocida parábola de la tortilla no sólo para explicar, sino para celebrar, el exterminio de sus adversarios.
Exaltaban una modernidad y prosperidad sin límites, que hacía palidecer al Chile del pasado. AFPs, ISAPREs, caracoles y los nacientes shoppings hacían olvidar los auténticos traumas para ellos: el desabastecimiento o el mercado negro. El horror posterior de diecisiete años no era purga suficiente para tres años de desaciertos según mis rudos interlocutores.
Entonces fui a las fuentes reales, leí todavía más libros, fatigué documentales y revistas revisionistas de todos los lados, pasé tardes enteras en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, leyendo toda la prensa de ese trágico 1973 y supe que ya nadie podía contarme cuentos.
Supe que el fracaso de Allende y el éxito de Pinochet (incontestable, cotidiano, doloroso, con un alto coste social que poco te importa) no fueron casualidades, ni mucho menos eran evitables.
Como si hubiesen seguido el argumento de una tragedia griega, cada actor tuvo un rol detonó el desastre, el que tus padres y los míos, del lado que sea, ayudaron a gestar.
De la pequeña rencilla de barrio hasta el dirigente sindical que quería hacer trabajar a la empresa en toma, desde el secreto conciliábulo de generales traidores y rastreros hasta el Paro de Octubre, de la retórica irresponsable de un Altamirano a la sutilmente golpista de Jaime Guzmán. Mi historia es ésa, como logré entender y asumir, mi propia historia.
Mi abuela me contó la última vez que vio a Allende. Una fría tarde de 1973, ella, partidaria acérrima de la Unidad Popular, corrió con muchos a vitorear el tren presidencial. El presidente iba en el último vagón, agitando un pañuelo. Qué triste está, pensó, se esta despidiendo. Semanas después vino el Golpe que lo vería morir dentro la Moneda en llamas. Mi abuela acertó.