La memoria de los cuarenta años del golpe de Estado en Chile y de la dictadura militar que le sucedió se vino con todo. A través de los medios de comunicación social, hemos visto y oído un sinnúmero de declaraciones de diversos personeros políticos y actores sociales, documentales y programas de conversación, incluso entre los “opinólogos” de la farándula, intercambios de opiniones por las redes sociales y una gran cantidad de libros lanzados y re-lanzados, que tratan o retratan este tema desde los más variados aspectos, enfoques y géneros.
A diferencia de la conmemoración de los veinte años del golpe, durante el primer gobierno democrático de Patricio Aylwin, y de los treinta años del mismo, cuando el presidente Ricardo Lagos, en un emotivo acto, reabrió la puerta de Morandé 80, ubicada al costado norte del palacio de gobierno, por donde fue sacado sin vida el cuerpo del presidente Salvador Allende, esta conmemoración de los cuarenta años ha reivindicado una fuerza sin parangón en nuestra historia reciente.¿Por qué? ¿Qué particularidad tiene ella en comparación a la de los dos decenios anteriores?
La explicación más acertada, a mi modo de ver, la ha dado el jurista y analista político Carlos Peña (diario El Mercurio, domingo de 25 agosto, pág. D-19), quien señala que la presencia del pasado depende de la visión de futuro que tengamos ante nuestros ojos.De modo que si el futuro que vemos es opaco o estático, el pasado aparece “en sordina”, con la timidez propia de una época en la que se cree conveniente mantener todo inalterable, como sucedió durante los primeros años de democracia.
Pero cuando apreciamos el futuro como una posibilidad abierta para que las cosas puedan ser distintas, como actualmente acontece, según Peña, “el pasado retorna con bríos y todo lo que pasó y que parecía haber quedado a las espaldas, exige ser tomado en cuenta, explicado o justificado”. Y es entonces cuando tomamos conciencia de que la memoria va de la mano con la responsabilidad. El simple paso del tiempo no nos permite curar las heridas ni superar las frustraciones.
A este respecto, vuelvo a recordar “El secreto de sus ojos”, esa maravillosa película del realizador argentino Juan José Campanella, que nos muestra claramente que la presencia del dolor por aquello que todavía puede y debe ser resuelto –en términos de responsabilidad, no sólo jurídica y política, sino también de moral pública- no es propiamente un pasado, sino un presente que nos abre sus puertas.
Porque sólo en la medida que nos atrevemos a reconstituir lo que sucedió, analizar cómo pudo haberse evitado el horror y establecer quiénes fueron sus responsables, podemos esforzarnos por curar nuestras heridas y superar nuestras frustraciones, y así proyectar una vida digna, que nos permita seguir inventándonos, individual y colectivamente, a través de nuestras propias decisiones.
Es por ello que no puedo sino repudiar ese burdo intento, con el que todavía insisten ciertos personeros de la derecha chilena, de empatar los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura con el “contexto histórico” anterior o, derechamente, con los “excesos” cometidos por el gobierno de la Unidad Popular.
Porque tal como nos lo recuerda el periodista Javier Rebolledo –autor de dos escalofriantes libros testimoniales sobre la infamia de la tortura-, dicho empate sólo busca que tal “contexto histórico” sirva de excusa o justificación del horror. Lo que constituye una auténtica inmoralidad de parte de esos personeros del mundo conservador.
Sin embargo, tampoco me parece suficientemente certero, desde la perspectiva de la memoria y la responsabilidad, confundir la distinción con la separación entre los antecedentes del quiebre de la democracia en Chile, por un lado, y la espantosa experiencia de la dictadura militar, por otro. Porque siguiendo al profesor Agustín Squella, distinguir no es lo mismo que separar.
“Distinguir –como explica Squella- es una acción que tiene que ver con descubrir y hacer visible la diferencia que hay entre una cosa y otra, mientras que separar constituye una acción que de manera deliberada pone distancia entre dos cosas”.
En este sentido, estoy plenamente de acuerdo que los antecedentes del quiebre democrático y los horrores de la dictadura son dos episodios completamente distintos, y que por ser incomparables, empatarlos resulta moralmente ilegítimo. Pero ambos episodios tampoco son separables.
Si lo fueran, no tendríamos que lamentar el quiebre democrático del 11 de septiembre de 1973, y sólo tendríamos que lamentarnos por los horrores acontecidos desde esa fecha. Lo que no es posible ni deseable.
No es posible, porque un golpe militar necesariamente conduce a una dictadura militar, o al menos a un breve “período autoritario de excepción”, donde quienes detentan un poder ilimitado inevitablemente cometen atropellos. ¿No fue lo que ocurrió en Perú el año 1992 tras el autogolpe propiciado por el entonces presidente Alberto Fujimori, hoy felizmente condenado por crímenes de lesa humanidad?
Pero tal separación tampoco es deseable, porque las violaciones a los derechos humanos cometidas bajo el régimen de Pinochet fueron parte integrante de un mismo clima de hostilidad e intolerancia ideológica, que le sirvió de excusa o justificación a los partidarios de ese régimen para legitimar sus aparatos represivos y su proyecto político-económico de capitalismo sin anestesia, con democracia anestesiada, plasmado en la constitución que ellos dictaron en 1980, y que todavía sigue vigente.
De ahí que la “reconciliación” como objetivo final del esclarecimiento de la verdad y de la aplicación de la justicia por estas violaciones constituya el mayor de los absurdos.
¿Acaso alguna vez la sociedad chilena estuvo “conciliada” antes del golpe?Incluso más, ¿por qué las víctimas sobrevivientes de la represión y sus familiares (entre quienes me incluyo) tendríamos que “reconciliarnos” con los asesinos y torturadores, o con quienes hoy siguen excusando o justificando estos males universales?
Es por ello que, desde una perspectiva ético-política, la reconciliación tampoco resulta posible ni menos deseable. Lo que debemos recoger del catastrófico quiebre democrático y del horror de la dictadura es una lección moral, que se traduzca en una política pública concreta, cual es la promoción de una auténtica cultura de la tolerancia y del respeto por las ideas del otro desde la educación, en su más amplia dimensión y a través de todas las ramas de conocimiento humano.
Porque el problema nunca ha sido la división, menos todavía en una sociedad compleja y plural como la nuestra, en la que el conflicto es su elemento constitutivo.El problema es cómo reconducimos esa división a través de la empatía, del esfuerzo de ponernos en el lugar del otro, y así buscar puntos de apoyo comunes para una convivencia civilizada.
Después de todo, ¿no es la convivencia civilizada, acaso, la finalidad última de una democracia verdaderamente constitucional, respetuosa de todos los derechos humanos para todas las personas por igual, que tan urgentemente demandamos a través de una Nueva Constitución?