El triunfo de Salvador Allende fue el hecho político, nacional e internacional más importante en la década de los ’70 y se proyectó en el mundo con un impacto capaz de remover la situación a escala planetaria, mucho más allá de los límites de nuestro pequeño país.
Partidos poderosos, en Francia, en Italia, pensaron también en la posibilidad de iniciar un camino socialista en democracia, pluralismo y libertad.
Y, por ello, la revolución que propuso a Chile Salvador Allende tuvo que hacerse cargo, de inmediato, de una conspiración orquestada desde Washington, que tenía como propósito, de acuerdo con una investigación del propio Senado de Estados Unidos, “hacer crujir” la economía chilena para precipitar el fracaso de nuestra experiencia revolucionaria.
El llamado “Comité 40”, encabezado por Richard Nixon, ordenó de inmediato la acción de la CIA para bloquear y colapsar el proceso de cambios que tenía lugar en nuestro país.
Pocas semanas después, un comando de jóvenes ultraderechistas, en la calle Martín de Zamora en Santiago, asesinaba al Comandante en Jefe del Ejército, René Schneider, con el propósito de generar una respuesta uniformada que bloqueara la designación del hasta ese momento, candidato de la primera mayoría Salvador Allende, por el Congreso Pleno como el Presidente Electo, que debía asumir el 3 de noviembre de ese mismo año.
Schneider, un hombre de uniforme, un soldado profesional, un general que entregó su vida por su compromiso inquebrantable de respetar la Constitución y la ley. Lo mataron, precisamente, porque él puso los cimientos de la llamada “Doctrina Schneider”, aquella que proclamó que el Ejército de Chile tenía como su doctrina esencial el respeto de la Constitución y de la ley.
Y su sucesor, el general Carlos Prats González, poco más de tres años después también fue asesinado en Buenos Aires por la misma razón.
Pero no sólo ellos fueron asesinados en la etapa previa al Golpe de Estado. Lo fue también un hombre de la Armada de Chile, el capitán de navío Arturo Araya Peters, Edecán Naval del Presidente Allende, asesinado en Santiago pocas semanas antes del golpe, con el propósito también de provocar una reacción de los uniformados.
Y en Concepción, en las cercanías de la antena de transmisión de Canal 13, moría por los efectos de una bomba colocada por Michael Townley, un humilde trabajador que cuidaba el predio en que estaba enclavada esa torre de alta tensión.
Luego, a partir de la madrugada del 11 de septiembre de 1973, miles de chilenos y chilenas fueron víctimas de la brutalidad del golpe de Estado, hecho para derribar la revolución de Salvador Allende.
El Presidente Allende había señalado en Curanilahue, ante un bosque de banderas rojas de los militantes mineros del PS y del PC, que la revolución chilena, para ser posible, no podía ser ni como la revolución en Rusia, ni en Cuba, ni en China, sino que para que fuera posible esa revolución chilena “con sabor a empanadas y vino tinto”, tenía que responder profundamente a las realidades y circunstancias de nuestro país.
Lamentablemente, esta reiterada advertencia del Presidente Allende no fue comprendida en toda su profundidad.
No se trataba sólo de los aspectos formales o de la estética, o de las raíces folclóricas o culturales de nuestro pueblo, se trataba de una camino distinto, de hacer posible que en democracia se viviera en realidad los ideales del socialismo, construir la justicia social en democracia, sin alterar la libertad de expresión, con respeto a las fuerzas políticas, con pleno funcionamiento del Congreso Nacional, con alternancia en el poder, con realización periódicas de elecciones, con plenas garantías para quienes participaran en ellas, con un área social de la economía y no exclusivamente con una economía estatal, con pluralismo en el ámbito de las ideas, con el respeto a las opciones diferentes.
Allende murió porque fue consecuente hasta el final con un camino chileno para la revolución chilena. Su proyecto no era establecer una dictadura de izquierda haciendo uso de las armas. Por eso, incluso, confió en el general Prats, cuando este cometió el error de proponer a Augusto Pinochet como su sucesor en la Comandancia en Jefe del Ejército.
El Presidente Allende partía de la base que no se trataba de quebrar la institución militar, sino que asegurar un camino institucional en el cual mantuvieran plenamente su vigencia las libertades públicas y los derechos ciudadanos.
Por eso que informó al propio Pinochet, el sábado previo al golpe, como lo relata en detalle un libro hace poco reeditado, “El día que murió Allende”, del periodista Ignacio González, que Allende comunicó al traidor y futuro dictador, que iba a convocar a un plebiscito a través del cual la voluntad popular se pronunciara respecto del camino que iba a seguir el país en medio de la crisis política que se había generado en nuestra nación.
Allende fue un visionario que se adelantó a su época. Sus ideas hoy son de fácil comprensión. Sería muy difícil hoy que alguien pudiese contradecir la esencia de su mensaje, en el sentido que no puede existir el socialismo sin la democracia.
La historia, en ese sentido, dio su palabra. La Unión Soviética, una revolución realizada en 1917, que soportó ni más ni menos que los horrores del estalinismo, de un pueblo que derrotó la invasión de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, al costo de 20 millones de vidas humanas, una nación que había construido el socialismo soportando las mayores penurias, por la ausencia de democracia, el Estado se derrumbó de una manera que muy pocos podía prever, porque no contaba con los cimientos sociales, con la conciencia ciudadana, con los valores cívicos, que alimentaran la resistencia de una sociedad ante la embestida de quienes siempre han pensado que la sociedad la tiene que mandar un puñado de hombres poderosos dueños de la riqueza y del poder.
También en otras naciones pasó algo parecido.
Es decir, la fuerza de la idea socialista radica en su esencia profundamente democrática.
Así nos había enseñado a los socialistas chilenos uno de nuestros fundadores, Eugenio González, al que tal vez no leímos con suficiente atención y al que tal vez una generación olvidó, seguramente atraída por la gesta heroica de Ernesto Guevara en Bolivia que, con un puñado de hombres incondicionales, fue capaz de entregar su vida tratando de abrir un nuevo camino de liberación para los pueblos de América Latina, sometidos tantos siglos a la humillación y la explotación.
Seguramente, hubo un momento de la historia que nos hizo pensar que la revolución era más fácil de hacer de lo que, efectivamente esta significaba y de los desafíos que ella conllevaba para poder echar raíces y establecerse firmemente en los suelos de nuestra nación.
En lo personal, tengo ya casi 40 años desde que corría por una calle de Santiago arrancando de un helicóptero de la FACH y he pensado, una y otra vez, en cómo no fuimos capaces de comprender el sentido profundo de la revolución de Allende, que era nuestra revolución, no la de terceros países, no la de otras realidades, por heroicas que estas fuesen, sino que se correspondía profundamente con lo que nosotros somos, con la singularidad y fisonomía de nuestra nación.
Por eso es que considero que estamos en deuda con Allende, que quedamos al debe con su proyecto y con su filosofía política y con su mirada visionaria, que le hizo siempre pensar que en democracia era donde se tenía que sembrar la semilla de una nueva sociedad, porque él con orgullo siempre mostraba la dedicatoria que le hizo el “Che” Guevara en el libro “La guerra de guerrillas en Cuba”, que decía: “A Salvador Allende, que busca por otros medios los mismos fines”.
De manera que hoy, pienso que tenemos que fundar nuestra ética y nuestra mirada de futuro sólidamente en la herencia que Allende ha dejado a los socialistas chilenos.
No hay otra fuerza política que pueda tener en Chile un legado tan profundo y valioso como el de aquel hombre que, pocos minutos antes de morir, llamó al pueblo de Chile a no dejarse masacrar ni humillar, el hombre que supo en las circunstancias más difíciles distinguir que al horror del fascismo debíamos saber replicar con una estrategia política que no pretendiera enfrentarlo en su mismo terreno, sino que tenía que ser capaz de rehacer la unidad de los demócratas chilenos, refundar el compromiso que se había roto de poder tener una nación de hermanos, de reinstalar una perspectiva de fraternidad y de colaboración entre todos aquellos que tenemos como proyecto político el poner al ser humano en el centro de la preocupación del Estado y que, en consecuencia, aun cuando Allende sabía que en pocos minutos más iba a morir, supo convocarnos, a Chile, a un nuevo proyecto político que se hiciera cargo de reinstalar la democracia y mantener siempre la perspectiva de la justicia social, como el valor irrenunciable de nuestro proyecto político.
Hoy, cuando aspiramos a que Michelle Bachelet esté nuevamente instalada en La Moneda, debemos pensar en Allende, en la revolución de Allende, en aquella que él diseñó “con sabor a empanadas y vino tinto”, en una inspiración auténticamente chilena, para enfrentar la desigualdad, para enfrentar los abusos, para terminar con los atropellos y la discriminación y para que en Chile vaya surgiendo una nueva relación social entre hombres y mujeres, entre ciudadanas y ciudadanos, una nueva perspectiva de sociedad, en que el hombre deje de ser el lobo del hombre y se transforme en su hermano.
Con auténtico fervor allendista, con el sentido humano y transformador que él supo inspirar permanentemente en su vida política, podemos enfrentar las batallas futuras.