Arribamos al mes de septiembre en que conmemoramos los 40 años desde el derrumbe de la democracia, ocurrido el 11 de septiembre de 1973, y la posterior perpetuación de una dictadura que se impuso con la instrumentalización sistemática del terrorismo de Estado y la violación de los Derechos Humanos para perpetuarse en el poder.
En la derecha se piensa que en la izquierda se recuerdan estos hechos con exclusivo ánimo de revancha. Se equivocan profundamente.
En lo personal, rememorar tales acontecimientos siempre ha sido doloroso; me duele recordar la represión en las fábricas y poblaciones, el miedo en los rostros de la gente, el asesinato de Víctor Jara, el allanamiento a las universidades, la grotesca manipulación informativa, mostrando crímenes feroces como acciones heroicas, como fue presentada la terrible “caravana de la muerte”.
Posteriormente, cuando la dictadura se consolidó, vinieron los miles de detenidos desaparecidos y las penurias extremas que sufrió la población. Pero, a pesar del dolor, como chileno, siempre me ha enorgullecido la indoblegable decisión del Presidente Allende de luchar hasta rendir su vida, la valentía de los estudiantes secundarios con los que intenté resistir, la dignidad del Cardenal Raúl Silva Henríquez y la solidaridad de las Iglesias con los perseguidos y luego la resistencia de los presos políticos en las cárceles y campos de concentración, así como, se me hincha el pecho por la capacidad que tuvo el pueblo chileno de recuperar la democracia que, tan trágicamente, se había perdido.
Después de 40 años, de pensarlo y repensarlo, una y otra vez, puedo comprender racionalmente las causas que generaron la polarización del país; las “claves”, como se usa decir en la jerga periodística actual, de aquella crisis nacional.
Pero cada vez que lo vuelvo a pensar, llego a la conclusión, que se llegó a un punto fatal de confrontación en que se facilitó la acción de la conspiración golpista para capturar el poder y destruir la democracia. La minoría que se instaló en el control del Estado, nunca lo hubiese conseguido por vía democrática. Ese mismo grupo antidemocrático, utilizó luego ferozmente el terrorismo de Estado para perpetuarse.
El conjunto de esa situación dramática es lo que me desvela, tanto que algunos me acusan de sufrir “el trauma de la UP”; en mi opinión, la confrontación entre las fuerzas del humanismo cristiano, del humanismo socialista y del humanismo laico-racionalista, “nunca más” debe volver a ocurrir.
Ese es un sentimiento muy profundo en el alma nacional, frente al cual los partidos políticos de derecha rehúyen su responsabilidad. De allí que fuera tan valorada la solicitud de perdón, a título personal, que formulara el senador Hernán Larraín.
Me considero un decidido partidario de la unidad de acción de las fuerzas de izquierda y de centro, a fin de asegurar la gobernabilidad de la nación chilena y de ese modo, afianzar una estabilidad institucionalidad que permita sus propias reformas y evolución y renovación, posibilitando los cambios progresistas que el país demanda, sin caer en una confrontación irracional que, estoy convencido, no tiene destino democrático ninguno, salvo realimentar a la extrema derecha que se oculta y agazapa a la espera de una nueva crisis institucional.
Eso significa concluir que la estabilidad democrática concurre positivamente a la realización de las reformas sociales pendientes y no al revés, la experiencia ha demostrado una y otra vez, que la inestabilidad es la que facilita la irrupción de grupos ultraconservadores, dispuestos a cometer todo tipo de excesos y calamidades, como desafortunadamente comenzó a ocurrir en Chile después de 1973.
Ese rol lo asumió la alianza entre la DINA, los Chicago-boys y el grupo “Patria y Libertad”. La teoría de “la agudización de las contradicciones” se ha mostrado propicia a los designios del fascismo y no de la revolución como piensan aquellos que la impulsan. La profundización de la democracia requiere una mayoría nacional sólida, consciente, responsable, así se avanzará con firmeza y seguridad hacia el futuro.
En el último tiempo, se ha compartido la idea que la desigualdad, es en Chile, el principal obstáculo para retomar un proyecto nacional de amplia base de sustentación en el país, que pueda reinstalar un clima de entendimiento y paz social, atendiendo en primer lugar, los requerimientos de los sectores sociales más afectados por esa asfixiante situación; en consecuencia, reducir las fuertes desigualdades, demanda de los actores políticos una mirada de largo plazo y una perspectiva estratégica que tiende a desvanecerse en medio de tanta farándula y efectos mediáticos.
Sin embargo, reponer una mirada de país que enseñe que los cambios son un proceso extenso en el tiempo, y no un milagro que se produce de un día para otro, que se hace posible con una estrategia coherente y de amplia mayoría nacional, esa forma de actuar con responsabilidad sin demagogia ni populismo, es el camino para que el sistema político recupere su legitimidad, confianza de la ciudadanía y se pueda derrotar el desencanto hoy existente.
Ofrecimientos oportunistas de figuras circunstanciales solo agravarán el descredito del sistema político.
Los acontecimientos de 1973 enseñan el valor fundamental de la política como instrumento irremplazable en la humanización de las relaciones económico-sociales y en la civilización de la vida en sociedad.
Nada puede justificar el crimen y el terror como instrumento de dominación; cuando el poder se impone a través del uso despiadado de las armas, la comunidad se destruye y las naciones se envenenan. El régimen democrático es el que ofrece el mejor escenario para dirimir con respeto al pluralismo y la diversidad, los grandes desafíos del desarrollo humano.
Profundizar y consolidar una memoria histórica sana, y no alimentar odios estériles, comprometerse a que nunca más se derrumbe la democracia, debiese ser el gran compromiso de los demócratas chilenos para los próximos años.