Los avances logrados por la ciencia y la tecnología empleados por la medicina en bien del ser humano constituyen una maravilla creada por la civilización. Las invenciones creadas en las últimas décadas son sencillamente asombrosas. No obstante, la palabra cáncer nos conmueve de manera inevitable.
Este término que denomina un tumor que puede destruir una vida humana y llevar profundo dolor a las familias, revela que los conocimientos y las técnicas humanas, son limitados y muchísimas veces impotentes de alcanzar los objetivos que la sociedad humana quisiera, simplemente, no logran plasmar los objetivos o sueños propuestos desde la cotidianeidad de la vida de los hogares.
El tumor maligno también existe en el sistema político democrático. Es la tentación del enriquecimiento fácil, haciendo uso indebido de los cargos, recursos y responsabilidades de servicio público.
Pareciera que el ejercicio en altas destinaciones empuja hacia las malas prácticas que luego se extienden en conductas corruptas hasta la base del aparato estatal, cuando se expresan en las coimas, la “mordida”, la prebenda con la que se consiguen privilegios o ingresos mal habidos. Es el cáncer en el sistema democrático que puede llegar a su médula y dañarlo de manera irreparable.
Comprobé en el diccionario que existía una definición de cáncer que no sólo fuera referida al ámbito médico. La encontré y es francamente muy pesimista, dice la edición que consulté, cáncer: mal moral que arraiga en la sociedad, sin que se le pueda poner remedio.
Como se desprende de tal síntesis, la perspectiva resulta sombría, cuando en una nación se instalan tales malas prácticas y llegan a echar raíces, el propósito de desarraigarlas pasa a constituirse en una tarea muy difícil o casi inalcanzable.
La corrupción conlleva consecuencias nefastas. Sus efectos sociales golpean los pilares mismos del régimen democrático. Evitar su entronización se convierte en un objetivo esencial para la estabilidad democrática y su siempre necesaria e indispensable renovación y transformación de acuerdo a las exigencias de cada etapa histórica.
Hoy, en la sociedad global la demanda de probidad, transparencia, recta conducta y cuenta de su ejercicio por las autoridades está en el centro de la preocupación de las multitudes, así ocurre en tantos países hermanos que han heredado el pasado lastre de la discrecionalidad, la arbitrariedad y los abusos de regímenes autoritarios, que luego se encarnan y reproducen por décadas en Estados democráticos débiles que adoptan decisiones de favoritismo hacia intereses corporativos que practican el soborno y el cohecho.
Chile no es ajeno a este círculo nocivo; las colusiones monopólicas están a la vista, la penetración del conflicto de interés en esferas decisivas del aparato público, como lo señala, por ejemplo, el caso de condonación de la deuda de Johnson’s.
Mientras más se va concentrando la riqueza, acumulando poder a su paso en las más diversas áreas, más se eleva el riesgo de la captura del Estado por el interés privado, pues alcanza una envergadura que le hace situarse en una escala de influencia y gravitación mayor que la propia institucionalidad que debe resguardar.
Por ello, no que corresponde que sea el mismo Presidente de la República el que reconozca que un funcionario de su confianza, como el ex director del Servicio de Impuestos Internos tendría que haber renunciado antes, porque es el mismo Jefe de Estado quien debía tomar tal decisión.
En un régimen presidencial tan centralizado como el chileno una posición de dejar hacer, de esperar que el propio problema “se solucione sólo”, sea porque los tribunales actúen, o porque el impacto mediático empuja la salida del aludido ex director no es lo que exige el esquema institucional en Chile. No se puede actuar haciendo dejación del ejercicio del principio de autoridad. Ante la corrupción no cabe la pasividad, la mano blanda o una actitud contemplativa.
El dinero en abundancia y sin control socava y deteriora el régimen democrático, comprando poder político e injerencia mediática.
Ya lo anticipó Orwell en su novela 1984, las redes de control por el poder, pueden llegar a extinguir el propio ejercicio de la democracia, a través de la manipulación de las conciencias y la supresión de la memoria histórica de las naciones.
Una democracia robusta, requiere un elevadísimo estándar ético. Se deben derrotar las malas prácticas, el clientelismo y los abusos de poder, para sostener y proyectar el edificio de la democracia chilena, que aún es mucho lo que necesita para alcanzar su definitiva consolidación.