Una jornada histórica y profundamente democrática vivió el país el domingo pasado al realizarse por primera vez primarias legales para elegir a los candidatos presidenciales de la Concertación y de la Alianza por Chile.
Más allá de los triunfos de Michelle Bachelet y Pablo Longueira, considero que la victoria más importante fue para la democracia chilena. Las primarias llegaron para quedarse.
La alta afluencia de votantes, que superó las tres millones de personas, cuando muchos –en el mejor de los casos- esperaban menos de la mitad de esa cifra, refleja que la ciudadanía no sólo quiere participar, sino además que sus candidatos sean elegidos en forma transparente y no por las cúpulas de los partidos entre cuatro paredes.
En segundo lugar, el resultado de las primarias es una demostración de que la inmensa mayoría de la población desea un cambio profundo en el rumbo del país. El 73% de los votos válidamente emitidos fueron a parar al pacto opositor Nueva Mayoría, mientras que sólo el 27% fue para la Alianza por Chile.
Hay aquí una señal clara y rotunda, la gente no quiere que siga gobernando la derecha, pues está decepcionada del gobierno. Entre otras cosas, los electores han dicho que quieren una nueva Constitución y que una educación de calidad, las desigualdades y la seguridad ciudadana siguen siendo tareas pendientes, que la actual administración ha sido incapaz de solucionar pese las promesas que hizo en la pasada campaña presidencial y que es la actual oposición quien mejor puede impulsar esas iniciativas.
En tercer lugar, aunque resulte una obviedad decirlo, también la ciudadanía expresó claramente quién desea que sea el próximo Presidente de la República. La votación alcanzada por Michelle Bachelet, la que por sí sola obtuvo más de la mitad de los sufragios emitidos, la convierte en la favorita indiscutida para los comicios de noviembre próximo.
Sin embargo, estimo que creer que por los resultados obtenidos en las primarias la elección presidencial de noviembre está ganada sería un gravísimo error. La arrogancia y el exceso de confianza siempre se pagan caros en política. Además, en esa fecha las condiciones serán distintas a las de ahora.Habrá otros candidatos y ya se anticipa una dura lucha por los votos del centro político.
Por lo tanto, la oposición no puede dormirse y desde ya debe trabajar en la conformación de un programa de gobierno que recoja adecuadamente las aspiraciones y sensibilidades de todos los sectores que integran la coalición.
Por último, no puedo dejar de referirme a la dura derrota sufrida por el abanderado de mi partido en este proceso. Se trata del peor resultado electoral de toda su historia.Sería injusto atribuirle la responsabilidad de ello a Claudio Orrego.
Por el contrario, debemos estar agradecidos del gran esfuerzo que realizó durante estos meses de campaña y reconocer la valentía con la que compitió pese a que las probabilidades de triunfo eran escasas. Claudio nos dio una lección de integridad democrática y lamento profundamente que su trabajo a lo largo de todo el país no se haya visto recompensado con una mayor cantidad de votos.
Sin perjuicio de ello, a mí me apena enormemente el momento que atraviesa la Democracia Cristiana. Hace 55 años que milito en este partido. Fui su Presidente, lo he representado desde los más altos cargos al que puede aspirar un servidor público y soy hijo de su fundador y líder histórico.
No se trata de ser oportunista, pero desde hace mucho tiempo que vengo diciendo que debemos hacer una profunda revisión acerca del papel que estamos desempeñando en la política nacional.
Por algún motivo nuestro mensaje no está llegando a las familias chilenas y aparecemos como desconectados de las nuevas realidades y de los grupos que han emergido con fuerza en los últimos años en nuestra sociedad.
Soy de los que creen que la Democracia Cristiana debe tener una fuerte presencia en la sociedad chilena –que hoy claramente no tiene- y revitalizar su rol como representante del humanismo cristiano.
Seamos claros, debemos enmendar el rumbo para levantarnos como una opción válida y atractiva para la ciudadanía.
Una Democracia Cristiana sin propuesta, sin identidad ni liderazgo no puede pretender ser un partido gravitante en la vida del país y mucho menos podrá aportar en la tarea de construir una nueva mayoría para Chile.