El proyecto de ley de migraciones que ha enviado el ejecutivo al parlamento responde, tal como han sostenido actores desde la sociedad civil hasta ex presidentes de la República, a la necesidad de superar la actual legislación creada en dictadura y ajena a la normativa internacional de derechos humanos.
Cierto es que resulta fundamental contar con instrumentos legales que promuevan y faciliten los procesos de inserción de los grupos migratorios, especialmente en el contexto actual en el que se produce la movilidad humana (incremento de redes de tráfico y trata de personas, conflictos armados, mayores restricciones en el ingreso, precarización del trabajo e incremento en las vulnerabilidades sociales, entre otros).
Sin embargo, son precisamente las transformaciones de este mundo global, las que parecieran no ser consideradas en este proyecto, ni menos por quienes pretenden utilizar un discurso nacionalista contrario a los migrantes, con fines electorales, como ha sido el reciente caso del candidato Longueira (UDI).
Y es que pensar una legislación moderna no significa crear un instrumento ad hoc a un modelo de desarrollo económico nacional, sino generar los mecanismos institucionales que garanticen – tal como señalan acuerdos internacionales y legislaciones de diversos países de la región-, el buen vivir y la dignidad humana independientemente de la clase, género, religión y lugar de nacimiento de la persona.
Sin embargo, lo que leemos en el proyecto de ley son una seguidilla de condiciones, excepciones y exclusiones al ejercicio de estos derechos por parte de la población migrante.
Esto se explica por una postura ideológica que busca reforzar la figura del Estado controlador, amparado en principios nacionalistas que intentan mantener la ficción de un “Chile para los chilenos”y excluir, en consecuencia, a aquellos que ponen en riesgo esta construcción.
Si bien la defensa de los nacionalismos no es propiedad exclusiva de los gobiernos de derecha (recordemos que el diputado Tarud –PPD- se opuso a la necesidad de traer a trabajadores extranjeros en áreas donde hay déficit de mano de obra nacional), detrás de este proyecto de ley subyace la necesidad de blindar al Estado con herramientas discrecionales que permitan continuar definiendo quienes serán y quiénes no serán considerados ciudadanos.
Resulta interesante observar cómo el principio universalista de la ciudadanía encuentra sus límites precisamente en una condición excluyente, pues requiere definir en primer lugar quiénes pertenecen al Estado (y en consecuencia quienes quedan excluidos), para recién entonces garantizar los derechos a ciertos “elegidos”.
Frente a esta contradicción, las convenciones internacionales de derechos humanos, han insistido en el principio de protección y derechos de todas las personas por el solo hecho de ser seres humanos,antes que ciudadanos.
Sin embargo, el proyecto de ley relativiza este principio pues antepone una condición previa para el resguardo de dichos derechos: el ser residente o ciudadano “legal”.
Esta atribución, que en el Estado moderno recae en el poder Ejecutivo, nos obliga a preguntarnos sobre quiénes definen y cuáles son los criterios que se utiliza para establecer esta distinción.
En el caso de Chile, el proyecto de ley establece que sea un consejo de política migratoria compuesto por los ministerios de Hacienda, Relaciones Exteriores, e Interior, sin participación de los ministerios de Trabajo, Mideplan, ni qué hablar de las organizaciones de la sociedad civil.
Por otra parte, el criterio que se adelanta es que la pertenencia a la sociedad, a través del otorgamiento de una estadía “legal” en el territorio, estará en función del aporte que puedan realizar los migrantes, al desarrollo del país. Así, vivir, trabajar, pagar arriendos, pagar impuestos y generar trabajos, no son suficientes para ser reconocidos como ciudadanos, pues será una instancia política la que defina si ello constituye o no un aporte al desarrollo nacional. Los criterios y actores que definirán estas materias queda también de manifiesto en la decisión de enviar el proyecto de ley a las comisiones de Gobierno Interior y Regionalización, y a la comisión de Hacienda, sin pretender pasar por la comisión de Derechos Humanos.
Desde el mundo político, más que contribuir a un debate que permita pensar en cómo construimos una sociedadinclusiva e integrada a partir del reconocimiento de la diversidad, se cae en discursos nacionalista teñidos de xenofobia. Mientras algunos plantean la necesidad de traer trabajadores para el sector agrícola y minero, otros, plantean que el trabajo y los beneficios del desarrollo de Chile deben estar disponibles primero para los chilenos (candidato Longueira).
Sin embargo, ambas posturas parecieran no ser tan contradictorias; más bien hay peligrosas coincidencias que encuentran en el proyecto de ley un marco donde se complementan. Por ejemplo, la demanda por trabajadores agrícolas, supone trabajadores temporales, lo que de acuerdo con el proyecto de Ley, no otorga derechos. Esto recuerda la figura de los conocidos programas temporales de trabajo, donde lo que se buscaba era beneficiarse de la mano de obra, sin hacerse cargo de los derechos de esa fuerza laboral. ¡Qué mejor forma de promover el supuesto desarrollo del país!
El desafío, lejos de los dichos del candidato, es comprender que los movimientos migratorios son parte del mundo globalizado, como lo es también la obligación de los Estados de asegurar un trato no discriminatorio y que resguarde los derechos de las personas, sin dejar espacio a los condicionamientos. Es lo que esperaría una democracia que se piensa a sí misma como consolidada.