El país se acerca rápidamente a la conmemoración de 40 años del quiebre constitucional del 11 de septiembre de 1973. Ese fue un día terrible, el derrumbe de la democracia fue la expresión práctica de una polarización descontrolada y de una confrontación enceguecida.
He escuchado que hay preocupación por lo que pueda acontecer en esta fecha tan trágica. Sinceramente, deseo de todo corazón que no haya víctimas fatales ni que una furia irracional se apodere en esa noche, de las calles y de los barrios más humildes, en los grandes centros urbanos.La violencia es la marca que ha tomado ese día.
Cuando hay miles de víctimas y un puñado de victimarios, estos hechos históricos, quedan condenados a ser siempre un vehículo de desgracias y no pueden significar otra cosa que división, amargura, odiosidades y confrontación. Cuando impera el lenguaje brutal de la fuerza se han impuesto los poderosos.
Por eso, el país nunca debe perder la paz social, la estabilidad institucional, para proyectar desde una base sólida las reformas que, a su vez, son fundamentales e insustituibles para afianzar y robustecer el interés nacional y realizar la justicia social, mirando el futuro con seguridad y reduciendo las incertidumbres; en la sociedad global requerimos reducir la desigualdad para enfrentar el futuro con la fortaleza que el país requiere.
El 11 de septiembre de 1973 para mí es un día doloroso. Muchos de quienes admiraba o eran mis amigos de adolescencia desaparecieron para siempre, tragados por la represión del régimen militar.
Sé perfectamente bien que esa historia no se puede borrar. Incluso sería un error pensarlo así. El dolor no se puede eliminar. Además, para que tales hechos no se repitan hay que saber situarlos en la memoria histórica de la nación chilena. Para no cometer nuevamente los errores o imprevisiones que coadyuvaron al desencadenamiento de la catástrofe.
El olvido sólo sería una terrible inconsecuencia con el futuro de Chile. A pesar de ello, de todas maneras, hay un grupo que quiere borrar de la conciencia social su responsabilidad en los crímenes de lesa humanidad que se cometieron en ese período.Carecen del coraje necesario para pedir perdón por la responsabilidad política que les corresponde en desencadenamiento del terrorismo de Estado.
Ahora bien, de lo que se trata es de superar una herencia que provoca la división entre los chilenos. De modo especial, la Constitución de 1980.La lucha por la superación de la misma ya tiene más de treinta años. Ese camino ha sido más largo y difícil de lo pensado para los que luchamos contra la dictadura. Muchos creen que persiste, simplemente porque no se ha hecho un esfuerzo auténtico para remplazarla. Eso no es así.
Sacar de la escena un régimen que se había instalado y consolidado no fue un juego de niños. Las circunstancias históricas que se configuraron debido a la crisis económico-social en 1982 desencadenaron desde 1983 las protestas nacionales que condujeron a una situación crítica para el régimen y generó la necesidad de que este tuviera que legitimarse en el Plebiscito del 5 de octubre de 1988 y allí fue derrotado. No logró perpetuarse.
Sin embargo, no hubo un desplome institucional. Derrotado Pinochet hubo un primer acuerdo de reformas constitucionales plebiscitado en julio de 1989, que contribuyó a la instalación del primer gobierno civil pos dictadura, aquel que encabezara lúcidamente don Patricio Aylwin.
Lamentablemente, los mayores consensos avanzados en las conversaciones entre los representantes de la Concertación y Renovación Nacional, nunca se materializaron debido a que ese Partido, por sus divergencias internas, no fue capaz de sostener su palabra una vez iniciada la transición democrática después de marzo de 1990. En ese período, la posición de la UDI era de un irreductible inmovilismo constitucional, total y absoluto. Como brazo civil de Pinochet este grupo era el guardián de la herencia institucional de la dictadura.
Tuvieron que pasar quince años, hasta septiembre del 2005, para que se pudiesen aprobar y promulgar parte sustantiva de las reformas constitucionales pendientes, tales como eliminar la inamovilidad de los Comandantes en Jefe; corregir el carácter tutelar del Consejo de Seguridad Nacional, y el termino de los senadores designados y vitalicios.
Es decir, el proceso constitucional tuvo que esperar que crecieran dos generaciones en democracia para crear una situación institucional de consolidación y ampliación de los temas esenciales que dan vida a un pleno régimen de derecho.
Es por eso que no se debe olvidar que la transición hubo de operar en un laberinto que no fue ni creado ni aceptado por los demócratas chilenos. Hubo que reponer la estabilidad democrática operando con una camisa de fuerza autoritaria y profundamente refractaria a los cambios, derechos y libertades propios del término de la dictadura.
Ante ellos la resistencia fue persistente y dura lo que determinó que los avances fueran parciales. Eso generó una realidad histórica. La institucionalidad que hoy existe en el país, en que subsisten enclaves propios del régimen que ya terminó, que generan desigualdad y desencanto. Ello mantiene pendiente el tema constitucional.
Para abrir paso a una nueva Constitución, este conjunto de hechos, políticos, morales y materiales no se pueden desconocer. Más aún, es la derecha que se jugó por la contención de los cambios y el inmovilismo, la más interesada en que todo pase al olvido. No actuemos en el aire, hay que actuar en el contexto que permite cambiar la situación, y eso es por vía institucional.
En este debate, surgen ideas que sugieren borrar de un plumazo la realidad anterior.No es posible. Aquel intento de dar un salto adelante que ignore donde nos encontramos, simplemente será una caída al vacío; o no será nada.Tal vez un reclamo, un rezongo, pero en ningún caso la creación de una nueva institucionalidad en el país.
Ello se ha confirmado palmariamente al modificarse la posición relativa a la Asamblea Constituyente, por parte de quienes la propiciaban con más intensidad que, ahora sugieren una entidad de otro carácter, denominada Asamblea Ciudadana.
Con el senador Andrés Zaldívar hemos impulsado y propuesto que ambas Cámaras del Congreso Nacional, constituyan una Comisión Bicameral para iniciar el estudio, evaluación y formulación de una propuesta constitucional.El Senado ya aprobó un Proyecto de Acuerdo en esa dirección, el cual se encuentra formalizado como propuesta a la Cámara de Diputados, en el Boletín N° S 1.411-12, del Senado de la República.
Un nuevo gobierno puede pedir por oficio la formación de dicha Comisión Bicameral; en tal situación ambas Cámaras podrían aprobar su formación por mayoría simple y se iniciaría institucionalmente ese esfuerzo del cual tengo la convicción, que en el caso de constituirse, las fuerzas políticas nacionales no podrían restarse.
Esto otorgaría un marco institucional para una amplísima incorporación de todos quienes quieran participar. Desde el Congreso Nacional, se ofrecería e instalaría un escenario propicio para que la idea de una nueva Constitución deje de ser un ejercicio académico y se configure un esfuerzo de carácter efectivo y fecundo.
Ahora bien, dialogadas, estudiadas y elaboradas las nuevas bases constitucionales, se desplegaría la etapa de acuerdos políticos que otorguen viabilidad a esta perspectiva, lo que tendría que desembocar en la inclusión en la actual Constitución de un artículo que posibilite la realización de un plebiscito, en el que soberanamente la nación chilena dirima en definitiva las opciones de país que se presenten y que se expresen en una nueva Carta Política del Estado, lográndose por ese camino resolver la ilegitimidad de origen del texto constitucional.
Por eso, hemos propuesto un camino institucional hacia una nueva Constitución con el convencimiento que eso es lo viable, lo que abre paso a transformaciones que configuren una nueva realidad, situando al pueblo soberano en el centro de esta perspectiva y que esta gran necesidad de una nueva Constitución para Chile, no sea pasto de frases oportunistas que no conducen a nada.
Al recordar, en esta semana que comienza, un nuevo natalicio de Salvador Allende, hemos de reivindicar la verdad histórica como norma esencial de su política. Así vivió y murió luchando contra el uso de la mentira y del engaño, que en su opinión, era un arma favorita de las clases privilegiadas.
Allende sufrió innumerables veces, maquiavélicas campañas destinadas a distorsionar completamente las posiciones por él adoptadas y la naturaleza de su proyecto-político.
En ese propósito, coincidieron reiteradas veces la ultraizquierda y la ultraderecha, empeñadas en desfigurar la naturaleza democrática de la vía chilena al socialismo, la que tenía como condición para su realización un camino que debía transitar en democracia, pluralismo y libertad.
Al no respetarse su orientación estratégica, el proceso de la vía chilena fue empujado a un punto de no retorno que concluyó con la intervención golpista. Aventureros de todo tipo y de diverso signo político le hicieron la vida imposible al Presidente Allende.
Por esa experiencia, que no he olvidado y cuyo desenlace me duele profundamente, estoy convencido que la transformación institucional que arribe al propósito de tener una nueva Constitución, debe transcurrir a través de sucesivas reformas que la hagan posible. Sugerir el cambio sin ese proceso o es una ilusión o un engaño.
Tampoco es válido el inmovilismo constitucional de la derecha, quienes adoptan la perspectiva de cambios fundamentales como el inicio del desorden y el caos. Retrasar indefinidamente estos cambios esenciales es una ceguera histórica. No se puede concebir la institucionalidad como un hielo eterno.
Esa idea se volverá por su equívoca pretensión, en un fardo para nuestra propia estabilidad democrática. Por el contrario, hay que avanzar hacia una solución de amplia y ancha base nacional de sustentación y resolver el impasse generado por la ilegitimidad de la Constitución de 1980. De manera que las fuerzas políticas tenemos la obligación de encontrar un camino de no confrontación civil ni de quiebre institucional, una estrategia que visualice una perspectiva transitable hacia una nueva Constitución Política del Estado.
Por cierto, ello demandará lucha de ideas, debates intensos y diálogos fecundos, capaces de tener espíritu constructivo.
Si domina la obcecación, al país se le impone un laberinto que resultará a la postre asfixiante, polarizante y altamente contraproducente; por el contrario si se abren las mentes pensando en el futuro de Chile, construir un camino de solución es posible. En ese caso prevalecería la política, la razón por sobre la sin razón.