Nada más fácil en política que exacerbar las diferencias. Sólo que, al proceder de esta forma, lo que se hace es un ejercicio incompleto de responsabilidad pública.Muy probablemente lo que necesita la democracia chilena es la existencia simultánea de partidos fuertes y de conglomerados sólidos.
Tener partidos políticos prestigiados, que gocen de respaldo y de alianzas políticas capaces de conformar mayorías, no son tareas incompatibles, más bien representan desafíos complementarios. Pero, para poder alcanzar ambos logros, se requieren de liderazgos reconocidos y con amplia visión de campo para no quedarse en el debate de trinchera ni disolverse en una unidad sin distinciones.
Ciertamente los partidos se justifican porque representan identidades culturales específicas, grupos sociales participantes y tradiciones históricas a veces de larga data.Todo esto genera perfiles propios. No existirían los partidos sin estas diferencias y peculiaridades que los distinguen de los demás. Por cierto, el día que deje de interpretar a sus electores, un partido deja de ser necesario y, con seguridad, pasará a ser irrelevante en el espectro político.
Pero también las organizaciones políticas han de implementar, aunque sea en parte, sus proyectos y políticas. Para eso el aislamiento no les sirve de nada y necesitan conformar mayorías. En la realidad chilena, claramente multipartidista, esto requiere de la confluencia entre partidos afines.
En otras palabras, la mejor tarea política efectivamente realizada consiste en lograr el acercamiento de partidos diversos a fin de constituir una mayoría que le de gobernabilidad al país.
De lo que se trata es de aprovechar los puntos programáticos de mayor acercamiento que permitan fijar una carta de navegación compartida para un número definido de años. No se consigue nada tratando de que los partidos se pongan de acuerdo a nivel doctrinario.
Sin embargo, sí pueden alcanzar acuerdos prácticos respecto de lo que harán en conjunto durante un lapso acotado de tiempo.
No es otra cosa lo que ha hecho la centroizquierda hasta ahora, consiguiendo el mayor y más prolongado éxito de nuestra historia política contemporánea. Lo que se ve en retrospectiva son 20 años en el poder de la Concertación, tal como si estos hubieran sido concebidos como una sola línea continua desde el inicio. Pero esto no fue nunca así, ni fue vivido de esta forma por sus actores. Los más sinceros han reconocido el asombro que les provocó, en su momento, constatar que se haya durado tanto tiempo trabajando juntos desde la cúspide del Ejecutivo.
En realidad, lo que se experimentó en la trayectoria de la coalición de centroizquierda fue la revalidación recurrente de un compromiso básico entre socios para darle continuidad a un proceso transformador de la sociedad chilena.
No se ve por qué se debe proceder de una forma diferente ante los desafíos políticos actuales. Sólo que, como siempre, la posibilidad de establecer compromisos en la centroizquierda tienen dos condiciones a ser respetadas: sostener la credibilidad de los compromisos que se asumen y conseguir que dichos compromisos se establezcan en relación a las tareas nacionales prioritarias.
Por eso es que lo que importa no es exacerbar por anticipado diferencias o similitudes sino alcanzar un acuerdo político aceptable para las partes involucradas. No se constata una especie de sino fatal que obliga a todos desde el inicio. Se trabaja un pacto conseguido con esfuerzo porque existe voluntad de entendimiento en vista de un interés superior.
En este sentido, lo que importa en el punto de partida es el convencimiento de los partidos involucrados de que la contraparte está en condiciones de actuar según lo acordado. Es decir, que se puede afirmar que todo el partido se moverá en concordancia con lo pactado. Se trata de un acto de confianza recíproca. De otro modo no tiene sentido alcanzar acuerdo alguno, porque tendría menor valor que el papel en el que se firma.
Lo segundo en importancia es que los acuerdos lleguen a la médula de las tareas gubernamentales que se deberán emprender sin escabullir lo conflictivo. Algunos creen que la exposición de las diferencias es signo de querer entorpecer el diálogo cuando en realidad puede ser todo lo contrario. Hay que saber hablar a tiempo porque los acuerdos no se construyen de silencios cobardes sino del contraste franco de puntos de vista.
Nada más fácil en política que exacerbar las coincidencias. Darlas por supuestas para evitarse situaciones incómodas. Mucho menos hacer presentes los conflictos cuando se está cerca de ganar. Sólo que, si se actúa de esta forma, también se cae en la irresponsabilidad y se peca de cobardía.
Las diferencias no dejan de existir únicamente porque evitemos hablar de ellas. Ocurre aquí algo similar a lo que pasa con aquellas parejas que deciden casarse, pero dejan “para después” el ponerse de acuerdo sobre aspectos tales como la importancia que cada uno le da a la fidelidad, si desean o no tener hijos y donde vivirán. Tarde o temprano se pasa de la ignorancia a la catástrofe.
También en política se ha de invertir tiempo en señalar las condiciones y los propósitos tras los cuales cada cual se hace parte de una mayoría establecida para conducir al país.
Al final, los acuerdos son posibles sobre la base de establecer socios confiables, para un programa común que enfrente los temas prioritarios del país, sabiendo de antemano qué se puede lograr, hasta dónde se puede llegar en un periodo acotado de gobierno y cuán decidido será –siempre y a todo evento- el apoyo al proyecto común.
Esto es perfectamente posible, lo fue antes y lo es ahora. Pero se trata de una tarea política exigente. No cualquiera lo logra. Sin embargo, no hay gobierno de centroizquierda sin mayoría política de centroizquierda. Vale la pena intentarlo.