Muy presente está el debate sobre redactar una nueva Constitución para Chile y en ese sentido entra fuerte el concepto de legitimidad y vale la pena destacar sus dos variantes.
La primera, la legitimidad de origen, se refiere a cómo se ha adquirido el poder y bajo cuáles mecanismos se ha accedido a éste, lo que permite discernir si un gobierno fue electo o no en elecciones libres y justas.
Un segundo elemento, tiene que ver con la legitimidad de ejercicio, que apunta a la forma en que un gobierno toma las decisiones, de qué manera se vincula con la sociedad y si lo hace o no en el marco de un estado democrático de derechos.
De este modo, para revisar el actual estado de legitimidad del sistema político chileno hay que remontarse a su origen, aquella época constituyente y fundacional que correspondió al período comprendido entre el 5 de octubre de 1988 (Plebiscito Nacional) y el 11 de marzo de 1990 (inicio del período presidencial de Patricio Aylwin).
Luego del triunfo del No el año 1988, la entonces Concertación y el Régimen Militar acordaron realizar una reforma constitucional con el objetivo de lograr un “transición consensual a la democracia” y darle “legitimidad de origen” a la Constitución Política de 1980. Ambos sectores llamaron a aprobar esta reforma en el plebiscito constitucional del 30 de julio de 1989 y el resultado fue un 91,25% de aprobación, lo cual sirvió para reforzar y darle continuidad al proyecto político iniciado en el Régimen Militar.
Con este resultado, la Constitución de 1980 adquirió una supuesta legitimidad de origen, con una ciudadanía contextualizada en un periodo de inminente término de la dictadura y regreso a la democracia, sin mayor información referente al significado de aquel plebiscito, más que la idea general de otorgarle apoyo a la iniciativa de establecer las “bases para la transición”, en un ambiente de consenso y bajo un espíritu de unidad nacional. Por esto, hoy llama la atención que la propia Concertación cuestione la legitimidad de la actual Constitución.
El contenido de esta reforma es conocido: la aceptación constitucional del Sistema Binominal, la generación de las Leyes Orgánicas Constitucionales que requieren de 4/7 de los votos en el congreso, y las reformas constitucionales que necesitan 3/5 (o 2/3) de votos en el congreso.
Un ejemplo claro es la famosa LOCE, publicada en el Diario Oficial el 10 de marzo de 1990 (último día del régimen militar), que entre sus contenidos disponía el reconocimiento oficial del Estado a establecimientos educacionales.
De facto, al revisar las fechas de envío de los estatutos fundacionales para aprobación de las instituciones de educación superior, resulta que 24 de las 35 universidades privadas que actualmente conforman el sistema de educación superior, fueron reconocidas oficialmente en el período comprendido entre el año 1988 y el mes de Marzo de 1990 (previo al cambio de mando).
Otro resultado de esta reforma, fue la renuncia a la convocatoria de plebiscitos constitucionales de origen presidencial. En otras palabras, se renunció al mismo mecanismo que le otorgaba legitimidad de origen a la Constitución de 1980 y al Plebiscito de 1989. Esto significaba considerar como no válidas ambas acciones, pese a que a través de ellas Chile recuperó la democracia y la propia Concertación accedió al gobierno. Podría señalarse que la Constitución de 1980 era “más democrática” antes de las reformas del año 1989.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, resulta políticamente dificultoso (por decir lo menos) y discursivamente poco creíble aquellas propuestas que plantean cambiar la constitución desde el parlamento actual y bajo las propias reglas de juego que la rigen.
El país se encuentra en una grave crisis de representatividad reflejada en el bajo apoyo a la clase política y en las masivas manifestaciones ciudadanas. De esta forma, el actual sistema constitucional que ya presentaba dudas en su legitimidad de origen, a pasar de los años ha demostrado carecer también de legitimidad de ejercicio.
Esto puede interpretarse como un completo fracaso del modelo, en la búsqueda interminable y propia que tienen las sociedades por perfeccionar su democracia.
Seguramente, el país se encuentra en un nuevo periodo constitucional y una hermosa oportunidad para que el poder originario logre reflejar sus intereses en una nueva carta magna. Pero esto no es sencillo, hoy no son pocos los candidatos presidenciales que plantean la realización de una Asamblea Constituyente, mientras que nadie es demasiado claro en señalar bajo qué tipo de reglas se desarrollará.
Hay que estar atentos, ya que las medidas que se tomen hoy impactarán de alguna manera en el largo plazo, con resultados de difícil detección.
Es absolutamente necesario que como ciudadanos podamos comprender que la Constitución impacta a diario en nuestras vidas, en la forma como nos relacionamos con el poder, con el trabajo, con el sistema de salud, con el sistema educacional o de pensiones, en definitiva en el grado en que nuestros derechos básicos se encuentran o no consagrados. Prácticamente toda forma de relación con el poder se encuentra fundado en este cuerpo leguleyo, éste define de qué manera puede desarrollarse la democracia.
Una democracia sana debe permitir redistribuir las asimetrías de poder existentes. Al contrario, una democracia enferma da como resultado la concentración de poder, inequidad, baja representatividad del sistema político y su incapacidad para dar respuestas a las demandas sociales. Al parecer, gran parte de los síntomas de esta enfermedad, están presentes en nuestro sistema político.