Se conmemora este 4 de junio un nuevo aniversario de la instauración de la República Socialista, que tuviera existencia en 1932, ocasión en que un grupo de civiles y uniformados, durante 12 días, lideraron el país, encabezados por el Comodoro del Aire Marmaduke Grove, junto con tan destacados intelectuales como Eugenio Matte Hurtado y Eugenio González Rojas.
Esta efímera experiencia fue fruto del impacto de la debacle económica, social e institucional que se generó en Chile por la gran depresión de 1929, la más grave crisis del capitalismo mundial que se haya conocido.
Las reformas profundas que propugnaban sus protagonistas no lograron prosperar en medio de la aguda inestabilidad de ese período de nuestra vida republicana.
Fue una corta etapa, pero de ella tomó el Partido Socialista parte de sus definiciones esenciales, sobre todo movilizar a los más humildes por sus derechos básicos y establecer su convicción fundamental que arranca y termina en el valor irrenunciable de la democracia como sistema de gobierno, que desde entonces constituye su señal de identidad primordial en su diferenciación con el Partido Comunista de Chile.
Fue así que los socialistas chilenos nacieron para corregir con más democracia los defectos, insuficiencias y debilidades de la democracia.
Luego de la República Socialista de los 12 días, en su fundación el 19 de abril de 1933, los socialistas chilenos participaron exitosamente del gobierno del Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda y, a lo largo de varias décadas, desde la sociedad civil, el movimiento de masas y el Parlamento, se movilizaron para afianzar y reforzar los avances sociales que ampliaban la democracia y robustecían el protagonismo popular en su presencia y participación en la institucionalidad democrática del país.
Paso a paso se echaron los cimientos del triunfo presidencial de 1970.
De este modo, el gobierno del Presidente Salvador Allende, instalado en ese año, 1970, se inspiró en el propósito de transformar profundamente la institucionalidad, de manera que su propia evolución permitiera que en ella reposaran los cambios sociales que propugnaba para Chile. Su idea estratégica era fortalecer la democracia y evitar un colapso institucional del que sólo podían resultar victoriosos aquellos que detentaran el uso de la fuerza. Esta visión histórica se plasmó en su discurso al país del 21 de mayo de 1971.
Allende no fue escuchado. El conflicto fue agudizado hasta una crisis política sin solución, en cuyo contexto se impusieron por el uso de la violencia política más extrema, fuerzas ideológicas de derecha que, de no haber fraguado esa acción golpista en esa etapa de crispación nacional, por ser infinitamente minoritarias, en ningún caso o circunstancia hubiesen llegado a gobernar. Se impusieron gracias al quiebre institucional.
La razón histórica estuvo con Allende.
El derrumbe de la democracia sólo podía facilitar el acceso al poder de los grupos más extremistas e integristas de la derecha. Por eso sostengo que la gran lección política no es jugar, ni siquiera con las palabras, acerca del empleo de la ley del más fuerte para resolver los dilemas del país en democracia. Por ejemplo, aludir al escudo nacional que dice “Por la razón o la fuerza”, argumento usado como legitimador de tales conductas.
La experiencia al respecto es muy dura: en Chile, cuando se ha jugado a la ruptura institucional, los que han ganado e impuesto su designio, han sido los grupos más extremistas de la derecha. Los más violentos, los más inescrupulosos, los que no tienen límites en su acción reaccionaria.
De modo que aunque, una vez más, reciba descalificaciones verbales, como cuando esta semana un destacado académico ha manifestado que es una “estupidez” no proponerse una Asamblea Constituyente, prefiero desde ahora señalar que no hay ningún argumento o previsión que indique que aquello sea mejor y no peor para Chile.
De hecho, si se votara en el Congreso Nacional tal iniciativa y se formara dicha Asamblea Constituyente, la derecha sería ampliamente más representada en dicha instancia que las fuerzas que hoy la propugnan o solicitan.
En este debate se han ido sumando argumentos, como lo sería el caso de España a la muerte de Franco, en la segunda mitad de los ’70, omitiendo por completo que el acuerdo de los partidos políticos españoles, que fue fundamental para la transición, conocido como Pacto de La Moncloa, se materializó por la auto-disolución de las Cortes, provenientes del período de Franco y la instalación de una monarquía constitucional que perdura hasta hoy, en la cual la autoridad del Rey como Jefe de Estado se sitúa como un núcleo esencial de la estabilidad democrática española. Así se demostró en la fracasada intentona de golpe de Estado de febrero de 1982.
Finalmente, una reflexión más de fondo. Las fuerzas o grupos que pretenden el cambio revolucionario caen en el error de pensar que un golpe audaz, una acción afortunada, puede “de golpe” realizar aquellas añoradas transformaciones, es decir, que de pronto la minoría puede pasar a ser mayoría y materializar su voluntad. Esa es una simplificación profunda del proceso político, cuya raíz no es un pensamiento democrático.
Es la creencia que una minoría mesiánica puede alcanzar por su sola acción aquello que el proceso histórico no ha permitido y que las fuerzas populares, en su largo desarrollo, no han conseguido en décadas de luchas de esfuerzos sucesivos.
Por el contrario, desde su fundación en 1933, el socialismo chileno se la ha jugado por la profundización de la democracia y ha entendido que tal orientación estratégica resulta esencial; que no puede haber revolución posible si, a la postre, los partidos o fuerzas que la inspiran, para imponer su voluntad se niegan a sí mismos en su compromiso democrático, con la instauración del esquema autoritario de partido único, como ocurriera con la históricamente terminada experiencia soviética.
El socialismo sin democracia se ahoga y se extingue, por eso toma distancia de cualquier afán de minorías iluminadas que pretendan tomarse el poder sin que ese proceso sea fruto de una transformación institucional, de reformas paulatinas y sucesivas, que posibilitan la renovación democrática de la institucionalidad del Estado.
El socialismo chileno no promueve ni fomenta la acción aventurera de minorías, por ilustradas que estas sean; el socialismo chileno está por las transformaciones realizadas y conseguidas, por mayorías nacionales legitimadas por su esfuerzo a lo largo del proceso histórico, muy lejos del afán de un “putsch” generado en el marco de una crisis institucional.
En la lucha contra la dictadura reafirmamos tales principios, cuando más perseguidos estábamos. No nos enceguecimos por la represión, proclamamos que estábamos por una sociedad democrática que es el resultado de lo que ciudadanos y ciudadanas pueden alcanzar en correspondencia a la tradición chilena, a la realidad nacional, a las circunstancias históricas concretas y al balance de fuerzas que se configuran en cada etapa que marca el devenir social.
Estoy convencido que radicalizar artificialmente el programa que se propondrá al país como alternativa de gobierno, sólo redundará en el fortalecimiento de las fuerzas más conservadoras y en el debilitamiento, altamente inconveniente, del acuerdo estratégico en el ámbito cultural, político y social entre el centro y la izquierda, que ha sido la base hasta hoy, del restablecimiento de la democracia en Chile.
Afianzar la estabilidad democrática abre paso a los cambios que las mayorías anhelan.Especular con lo contrario sólo aleja tales propósitos.
Reitero que el entendimiento de los demócratas chilenos es el pilar insustituible y esencial del proceso de cambios en Chile. La tentación del izquierdismo no hará sino potenciar la resistencia de las fuerzas opositoras a todo cambio, que ampliará su campo de alianzas mucho más allá de los que, naturalmente, debiesen poder conseguir, respaldándose en las subjetividades que se levantan, cuando se proponen opciones que transgreden las potencialidades efectivas del proceso histórico.
Veo altamente riesgoso comprometer un esfuerzo programático que afecte las bases de sustentación de un futuro gobierno, cuando se proyectan metas que luego no se alcanzan y que el centro de gravedad de las políticas públicas, que debiese estar encaminado a encarar y resolver la agudización de la desigualdad como la “tarea de las tareas”, se vea enteramente desalineado por presiones ideologizadas que no se sitúan en la más profunda y decisiva contradicción que debe resolver el Chile de hoy, en esta segunda década del siglo XXI, que es, repito, encarar y resolver la desigualdad.
Advertir de tales peligros arranca de las raíces más profundas del valor democrático del socialismo chileno.
Siguiendo el legado de quien fuera senador y rector de la Universidad de Chile, Eugenio González, que en la década de los ‘40 advirtiera: “entre la dictadura y la anarquía, tradicionales polos de la política latinoamericana, el socialismo está decididamente por el régimen de derecho dentro del estado democrático”.