Tal como lo señala el cientista político italiano Pietro Barcellona, la democracia es un valor porque realiza el derecho mínimo de cada cual de poder decidir el sentido de la propia historia.
Por ello la democracia es esencialmente conflictual, es inseparable del conflicto, es el retorno continuo de las contradicciones y del carácter paradojal de la política moderna.
El conflicto que estructura la democracia contiene, inevitablemente, el valor de la convivencia, ya que ella, de por si, consiste en la posibilidad de un orden infundado y, por ende, de un orden que se hace cargo de la pluralidad de las razones, de la posibilidad que una venza y la otra pierda, sin por ello estar fuera de la ciudad.
La democracia se entrega, a sí misma, la decisión de dejar fuera del conflicto los puntos no negociables, aquellos que pertenecen a la sobrevivencia de las razones plurales. Por eso mismo, la democracia es también un antídoto a las apariencias de la despolitización tecnológica que parece dominar la fase actual del sistema y el único obstáculo a la teología económica del suceso y del crecimiento ilimitado.
El conflicto, evoca el tema de la elección entre alternativas posibles, entre opciones diversas y abre la “cuestión democrática” en su punto más alto. El conflicto expresa la necesidad fundamental de dar valor a las cosas que no son definitivas, reproduce, en la coyuntura histórica, la estructura contradictoria de nuestras necesidades de individualidad, de generalidad y de comunicación.
El tema de la conflictualidad democrática es esencial, sobre todo, cuando asistimos a un redimensionamiento de los espacios de la gran política, producido por la mercantilización absoluta que invade todos los ámbitos de la vida e impone una lógica dominante.
La “sociedad reducida” es una sociedad empobrecida cultural y éticamente. La ofensiva neoliberal consiste, naturalmente, en el tentativo de neutralizar los conflictos orientando el empuje emotivo de la población hacia formas regresivas de identificación: el poder fuerte, la sociedad ausente, la despolitización, la clausura de lo público, los escenarios virtuales, los enemigos de turno: drogados, marginados, incapaces, emigrantes, etc.
Contraria a esta tendencia, típica del neoliberalismo, es la perspectiva de Dahrendorf, que parte de la base que una sociedad que no desee precipitar en el descompromiso creciente hacia las reglas y las responsabilidades colectivas debe asegurar que todos tengan “una apuesta en el juego de la sociedad”, es decir, que los pobres, los marginados, los excluidos del sistema, tengan algo que colocar como apuesta, como objetivo, como derecho, en cambio de la aceptación de los vínculos sociales.
En esta perspectiva, es necesaria la elaboración de una política de entendimientos fundamentales comunes para todos los ciudadanos, de una ciudadanía común contra los privilegios y los superpoderes.
Dahrendorf se plantea, nada menos, que disolver el matrimonio que liga capitalismo neoliberal y liberalismo. Postula una distancia abismante entre el empuje liberal ligado a las definiciones de oportunidades nuevas para todos y la política neoconservadora de reducción de las exigencias sociales y de “proteccionismo”, verdaderamente, para los grupos más fuertes.
El construye una alternativa liberal –radical apoyada en las nuevas chances de vida, exalta la movilidad de los conflictos parciales frente al circunscrito, al viejo conflicto de clases y enfatiza el rol de las agregaciones provisorias en torno a problemas específicos de la población. Ve una ciudadanía que participa sin militancia clásica, con sus propias metas sociales e inmateriales.
En una línea más ligada a la sociabilidad, Robert Dahl, señala que es necesaria una auténtica refundación de la teoría política que reestructure las relaciones entre los medios técnicos de los procedimientos y los fines culturales de la democracia.
Dahl se propone superar la vieja oposición entre el liberalismo abstencionista y el socialismo autoritario que nacen cuando aún no se ampliaba la parte más relevante del itinerario de la ciudadanía.
El liberalismo cultiva el culto de la propiedad y lo coloca en el centro de toda la estructura de la política. Locke, lo resume: “la sociedad política fue fundada sólo para conservar, a cada privado, la propiedad de bienes, y para ningún otro fin”.
El socialismo que murió con la caída del Muro de Berlín, en cambio, colocaba en cuestión la comunidad política, con ello la democracia y los derechos de libertad.Su consigna fue “expropiar a los expropiadores”, como requisito de una igualdad entre los sujetos, pero ello no iba acompañado de una sociabilidad del poder sino de una espantosa burocracia autoritaria.
Dahl afirma que sólo la democracia es capaz de debilitar y colocar límites a la estructura de la constitución de la propiedad privada y del mercado como valor superlativo. Los derechos políticos comprenden todos los cuerpos de la propiedad y ésta deja de ser un “derecho ético fundamental”.
El valor del análisis de Dahl reside en que focaliza el paso de un régimen que presentaba al Estado como depositario de la “ratio”, a una estructura política “poliárquica” que supone la multiplicidad de los intereses y la realidad y permanencia del conflicto.
Es aquí donde se crea una simbiosis entre “pluralismo y pluralidad de los intereses”, que provoca la marginalización de las dimensiones individuales de la política y la emergencia de partidos y grupos de presión que organizan la solidaridad entre intereses homogéneos.
En esta fase, al puesto del sujeto individual subentra, el organismo colectivo que controla las redes esenciales que aseguran la relación de la sociedad con las instituciones.
Aquí se coloca el tema de las partidocracia o, lo que es lo mismo, el arrebato a la sociedad civil de espacios que le son propios. Los partidos políticos, que originalmente nacieron como instrumentos para accionar –como diría Dahl- “los criterios de igualdad del voto y de la participación efectiva”, ocupan, en cambio, el espacio principal en torno al cual rota todo el sistema político.
Aquí está el origen de una evidente separación entre los recursos formales que han sido predispuestos por el ordenamiento normativo y los poderes reales diseminados en la sociedad. Es, justamente, esta forma de la política la que hoy entra en crisis definitiva, la que muere.
El espacio de la política que solo reconoce a los partidos y a las viejas formas organizacionales, típicas de lo que Touraine llamaría “modernidad media”, está aislado y requiere reconocer e interlocutar con actores nuevos que surgen de una diferente forma de mirar las reivindicaciones ubicadas en un arco más global, más universal, en una sociedad digital que desmaterializa el tiempo y el espacio y con ello las viejas formas de comunicar, entre ellas la de la propia política.
Dahl sostiene, que aún en la importancia extrema del sufragio universal: “el voto representa sólo un tipo de recurso político. Desde el momento que los recursos sociales son distributivos de manera desigual y dado que muchos de ellos, pueden convertirse en recursos políticos, los recursos políticos, diversos del voto, son distribuidos de un modo desigual”.
Todo el discurso de Dahl subvalora la centralidad que ha adquirido la voluntad del sujeto-ciudadano, y se mueve dentro del “dilema”, entre forma y contenido, sin poder construir una diagnosis alternativa. Sin embargo, su propuesta es valiosa y es la de intensificar las políticas capaces de asegurar una más completa realización de los ideales democráticos.
De esta forma, la democracia, sea para el liberalismo democrático avanzado como para el socialismo renovado, es todavía un diseño incumplido en toda su plenitud y el paquete de valores que ella engloba no ha agotado ciertamente, sus grandes potencialidades.
Conflictualidad e incumplibilidad como condición para que la democracia no tenga ninguna zona intransitable, ninguna “reserva” protegida, a las cuales esté prohibido el acceso de sus reglas y la hegemonía de sus valores éticos y políticos.
Ciudadanía activa como eje de una nueva estructura de poder que reemplace sea a la burocracia centralista, a la tecnocracia devenida poder por la lógica del mercado y a las elites que debiendo representar se han apropiado de los finos hilos de lo que los italianos llaman “la stanza dei bottoni”, es decir el lugar donde realmente se resuelven las cosas.