Al cumplirse tres años desde la instalación de las autoridades del actual gobierno, estas se prodigaron con notoria generosidad elocuentes autoalabanzas, que pudiesen enrojecer a muchos en situación semejante, pero no a quienes se han acostumbrado al elogio de sí mismos, acusando a los que se restan o manifiestan en desacuerdo con tanta auto referencia como egoístas, mezquinos u otros calificativos que reflejan enojo e intolerancia hacia aquellos que ven el país de diferente manera.
Por lo mismo, se remarca en los dichos y hechos del gobierno, la ausencia de toda referencia a compromisos electorales, cuyo recuerdo ahora resulta sumamente incómodo. En esta laguna amnésica el tema laboral es un damnificado principal.
Al parecer la autoridad está decidida a impedir que ingrese en la agenda del debate público, pues su sola presencia opacaría el desmedido triunfalismo oficialista.
Más directo aun, aceptar que ha recrudecido y extendido un trabajo precario que ahoga la dignidad de las personas es una “falla” imposible de reconocer en el discurso oficialista, derrumbaría su absurda pretensión de haber alcanzado el pleno empleo en algunas regiones del país.
Además, cuando se exageran manifiestamente los logros gubernativos no puede incluirse la realidad de un tipo de trabajo precario, sin estabilidad, pésimamente remunerado y sin dignidad para las familias que de el dependen; lógico, tales retrasos sociales no provocan euforia ni aplausos, solo vergüenza.
Tras la inestabilidad e indefensión laboral asoma directamente la desigualdad que afecta a Chile. Largas jornadas, bajos salarios, abusos de todo tipo, forman parte de una realidad social que es eludida y olvidada por la estadística oficial. No hay para que registrarla.
El dato “duro” es que como país nos hemos alejado de lo que la Organización Internacional del Trabajo define como “trabajo decente”. Los esfuerzos de años pasados se han revertido. La mentalidad que se ha reinstalado ante la pasividad de la autoridad es que la voluntad del empleador es la que importa. Una ocupación por unos cuantos días es lo que vale, el costo para las familias no se toma en cuenta. Total, el Fisco puede pagar algún Bono que ayuda, por cierto, a diferentes requerimientos de popularidad.
Vivimos una etapa en que se desprecia el valor del trabajo humano. Tanto en lo económico como en lo moral. La contratación por terceros, subcontratación, “maquila”, o como se le quiera llamar, práctica difundida en todos los rincones del país ha terminado por hacer aparecer nuevas figuras en la actividad productiva.
Una versión con celular de los antiguos “enganchadores”, un contratador que con nóminas de centenares de personas que esperan ser llamadas por estos nuevos “subpatrones” para tener acceso a faenas por tres, diez o veinte días, pero siempre por plazos que impiden negociar colectivamente, intentar organizar un sindicato y sin los derechos sociales y previsionales que el país debiese garantizar a todas las familias por su trabajo. Así aparecen muchos miles de contratos, por cortos días, máximo semanas. Es la ficción de hacer creer que todos y todas tienen empleo.
El costo social es muy alto. No obstante, el gobierno no se ve interesado en actuar frente a estas condiciones leoninas, de extremos abusos, en que se olvida el sentido de la normativa laboral, cual es equilibrar o intentar equilibrar al menos, el desbalance entre la posición fuerte del empleador y la posición débil del que necesita empleo.
Este nuevo tipo de trabajadores son los temporeros de la industria, un elenco de seres humanos afectados profundamente en sus condiciones de vida y su dignidad individual y de sus familias por estas formas de sobre explotación que han emergido en el país.
En el mundo político hay cómplices de estas injusticias, son los mismos que señalan que la tarea esencial de las próximas elecciones parlamentarias es evitar que la actual oposición pueda llegar a los 4/7 en el Parlamento, ya que accederá a los quórums constitucionales que harían posible las reformas que permitan enfrentar estas relaciones laborales que dan vergüenza.