Veranear sin tarjeta de crédito es una decisión espartana, pero lúcida en un país turísticamente prohibitivo para sus propios habitantes; el panorama es peor aún, si todavía eres peatón, los trenes parecen un espejismo de la ruta, los buses son cementerios con ruedas, los aviones te dejan varado dos días completos en el aeropuerto, te estafan con departamentos costeros que no existen, te expulsan de playas a las que todos tenemos acceso, porque al reyezuelo local se le ocurrió cerrar el único acceso, o te intoxicas con los mariscos con marea roja que insistes en comerte crudos. Sin duda, la estación dorada en su mejor versión camino al desarrollo.
Surto en estas y otras disquisiciones pasé mis merecidos días de asueto, pero no bajo el habitualmente amistoso sol del litoral central (lo único que puedes abordar a precios razonables en la superpotencia que crece al seis por ciento), sino de un mezquino desfilar de nubarrones gélidos que te obligaban a recogerte bajo techo (ni hablar de un mar al que soy tan afecto, pero que hoy agoniza por la contaminación de las industrias de San Antonio o los cuestionables proyectos inmobiliarios de Algarrobo).
A la usanza de los taciturnos personajes de Henry James, opté por dar un breve paseo por bosquecillos y quebradas que, por lo menos, estaban bañadas de salutífero aire marino, aves autóctonas cada vez más escasas e insectos multicromos que lo son aún más.
Entonces fue cuando tres graves accidentes ligados al agua remecieron mi pequeño simulacro de retiro literario.
Dos aluviones provocados, tanto por un clima enloquecido como la imprevisión clásica del chileno privatizado, conspiraron para exponer a casi todo Santiago a un corte total de agua y la extraña destrucción de una matriz que trajo de vuelta las escandalosas inundaciones invernales a habitantes de Puente Alto.
La lenta respuesta de la autoridad privada, Aguas Andinas y su posterior auto exculpación (este clima raro, pues hombre), asimismo nuestra fácil indefensión ante la automática privación (mire, usted los caprichos del lenguaje) del esencial elemento hacen surgir preguntas, muy serias preguntas.
El músico inglés Charles Hayward dijo una vez que el agua es un asunto político. La idea de que el agua será la causa de nuestras futuras guerras ya no me parece un cliché tipo Salfate.
Podemos estar en presencia del comienzo del fin de la extinción de nuestras reservas de agua potable y de la peligrosa monopolización de lo que queda por parte de unos pocos.
Proyectos hidroeléctricos a medida de grandes consorcios mineros, riegos de elefanteásicos jardines corporativos o cultivos no alimentarios parecen ser la única utilidad que le ve el siempre avizor ojo neoliberal. Todo ello tolerado por nosotros.
Las excusas de Aguas Andinas, el organismo privado a quien la Concertación gozosamente le entregó el control de nuestras necesidades vitales, simplemente son inadmisibles. Advertidos hace mucho de la presión de altura y de las precipitaciones líquidas más que probables en la alta cordillera, básicamente optaron por ignorarlo.Negligencia se llama eso y en países que sí son desarrollados de verdad tiene un tufillo a cárcel que no te explico.
Si conozco o creo conocer el entorno donde edifico instalaciones de tan alto valor, lo que me corresponde hacer es construir de un modo más seguro y prevenir en vez de lamentar. ¿Ve?
Yo lo sé y no estudié posgrados de ingeniería ni me regalaron un puesto en el directorio tras ser ministro. Si se llueve mi casa y sé por donde cayó el agua, tapo el lugar donde se produjo la fisura con materiales más seguros. ¿Ve?
Yo lo sé y no salgo vanagloriándome de mi par de palos parados en la Vivienda y Decoración.
¿Qué les pasó, mentes maestras, paladines del libre mercado que todo lo ve y todo lo soluciona? No se arregla todo con decirle a la Carolita Urrejola que anuncie el corte de agua repentino en lugar de hacerlo ustedes con antelación, no se arregla juntando agua en la tina, agotando el agua mineral de los supermercados o caminando kilómetros hasta el camión aljibe.
Despachar más aún, la cuenta más cara del continente sobrepasa el desparpajo y la soberbia.Es hora de que se ponga sobre la mesa una política real sobre el agua.
El mercado que nunca ha sido libre, sino que lo controla un lúgubre grupillo de parientes y amigotes, no puede seguir decidiendo la ética, el destino y la estructuración social del derecho al agua. El agua es un derecho, no un bien de consumo.
No es una tablet, muchacho o una cartera Luis Vuitton, señora. Es parte de nuestro sustento, nuestra supervivencia como especies. Sin tomar agua usted se muere a los dos días, buen hombre, información para corroborarlo no le va a faltar.
Los ciudadanos somos responsables de nuestra agua y debemos recordarles, de una manera clara y unánime que ella nos pertenece y no al bolsillo a la medida de señores de mente cuadriculada e intoxicada de números y gráficos.
La política del agua nos exige organizarnos, debatir y decidir en comunidad, de modo ético y responsable el uso sabio de lo poco que va quedando y quitarlo de manos de escrupulosos que quizás qué estrategias de control social planean con ella.
Ética y responsabilidad social nuevamente. Esto no lo enseñan en la escuela de negocios, claro, parece que en la casa, menos.