Después del brutal ataque japonés a Pearl Harbor, a fines de 1941, Estados Unidos encerró en campos de concentración a más de 100 mil ciudadanos norteamericanos descendientes de japoneses o personas emigradas de ese país. Para hacerlo, el Presidente Roosevelt emitió un decreto que torcía una norma sobre zonas de exclusión militar, declarando como tales a casi toda la costa oeste del país.
En un famoso fallo judicial conocido como el caso Korematsu, la Corte Suprema declaró constitucional la acción del presidente. Los jueces y la opinión pública, al calor del ataque japonés, consideraron justificado trasladar a miles de familias completas a estos recintos por su sólo origen, ante el temor de una eventual deslealtad con el país en el contexto de la segunda guerra mundial.
Cuarenta años más tarde, una comisión formada por Jimmy Carter declaró que el estado debía una reparación a las personas afectadas. Ronald Reagan pagó más de 1,6 mil millones de dólares en reparaciones a los japoneses-americanos internados y sus herederos, y firmó una ley señalando que las acciones del gobierno se basaron en prejuicios raciales, histeria de guerra y una falla en el liderazgo político.
El caso Korematsu saltó de nuevo a la palestra a raíz de los ataques del 11 de septiembre de 2001.Esta vez, el recelo público se enfocó en las personas de origen árabe y en el islam en general.
El Congreso aprobó el Acta Patriótica que daba al presidente Bush amplios poderes para la llamada “guerra contra el terrorismo”, se trasladó a prisioneros a otros países para ser interrogados usando tortura, y se usó la base naval de Guantánamo para negar el debido proceso a los detenidos, que fueron calificados no como presos de guerra sino como “combatientes enemigos” y juzgados por tribunales militares.
Chile está hoy en uno de esos momentos de pánico donde sacrificar libertades parece justificado en nombre de la seguridad.
El atentado incendiario que terminó con la vida del matrimonio Luchsinger en Vilcún se suma a una seguidilla de acciones vinculadas, presuntamente, con el asesinato en 2008 de Matías Catrileo por fuerzas policiales y se enmarca en el llamado conflicto Mapuche, que confronta a cientos de comunidades con el estado de Chile por tierras y reconocimiento.
El gobierno ha recurrido a la ley Antiterrorista de 1984, que agrava penas y reduce garantías de los procesados.
Parlamentarios y líderes políticos han señalado que la violencia en el sur del país llegó a un nivel intolerable y que es necesario declarar estado de emergencia, uno de los estados de excepción constitucional consagrados en nuestra Constitución. El presidente Piñera anunció una serie de medidas especiales, incluida la creación de una nueva unidad de lucha contra el terrorismo y controles de seguridad en la zona.
Como en el caso de Pearl Harbor y del 11-9, hoy en Chile las autoridades políticas quieren mostrarse eficientes en el manejo de la crisis.Tienen todos los incentivos para proponer normas cada vez más represivas en nombre de la seguridad y el orden, y una opinión pública receptiva a esas medidas.
Detractores de esta actitud han señalado que recurrir a leyes especiales atenta contra los principios democráticos y del estado de derecho. Sin embargo, como señalara el académico Bruce Ackerman a raíz de la situación en Estados Unidos, ningún gobierno democrático puede mantener el apoyo popular si no actúa en forma eficiente para calmar el pánico e intentar prevenir futuros ataques.
¿Cómo dotar al gobierno de las herramientas para manejar crisis severas y al mismo tiempo proteger los derechos y las libertades civiles de las personas? La respuesta no se encuentra en una escalada de leyes y medidas represivas, incluido el recurso a normas aprobadas en dictadura que no garantizan un debido proceso. Tampoco en rechazar cualquier regulación especial para situaciones calificadas como de urgencia o excepción.
Chile debe revisar profundamente, a través de mecanismos democráticos, la normativa de emergencia y seguridad interior que nos rige.Un marco regulatorio que enfrente adecuadamente situaciones de crisis –incluido el concepto de terrorismo—ayudaría a evitar que las autoridades estén dispuestas a saltarse la ley en nombre de la seguridad.
El desafío es generar medidas que equilibren la demanda por una reacción eficiente y expedita con la protección de la libertad y las garantías propias del estado de derecho, para prevenir la excesiva concentración de poder a que invitan situaciones como la que vive hoy el país.