Desde marzo en adelante, Chile entra en “año electoral”. En el mes de noviembre se dirimirán por votación popular, la Presidencia de la República, la Cámara de Diputados, la mitad del Senado y los consejeros regionales. El país ingresará así a un período de decisiones fundamentales para su futuro en el ámbito político e institucional.
Concluida la etapa de reinstalación de la democracia, iniciada en 1988 con el triunfo del No en el Plebiscito del 5 de octubre de ese año, el conjunto de los actores nacionales constata un saldo a favor, se ha logrado una base institucional que abriga y protege al país de las turbulencias globales y que ha posibilitado que se progrese, se respeten los Derechos Humanos y se viva en una nación pluralista que goza de paz social y estabilidad.
Cada nación va quemando etapas. Si lo hace con éxito será capaz de avanzar; si no es así, inevitablemente retrocederá. Los nombres de las personas que tomarán la conducción del país son un aspecto relevante y nadie puede ignorar que ese es un factor decisivo.Sin embargo, en esta etapa, dialogar y establecer un sentido común sobre lo que se va a hacer para encarar las tareas del país, mirando al futuro, es fundamental.
Esta es la gran reflexión, que Chile debe hacer como nación. Mirarse a sí mismo, saber definir dónde le aprieta el zapato y tomar las grandes orientaciones que de esa introspección fluyan, se desprendan y empujen el desarrollo nacional.
Entonces, hay que preguntarse, ¿qué falta?
La tarea de las tareas es enfrentar la desigualdad.
Si el país logró progresar en democracia, sería inexplicable el malestar social que se registra, de no existir los niveles de desigualdad que marcan negativamente la vida de nuestra sociedad.
El propio sistema político ve crecer una crítica, muchas veces iracunda, de parte de influyentes círculos de opinión, que captan con suficiente claridad cómo desde la institucionalidad democrática se carece de instrumentos y mecanismos eficaces, que permitan intervenir eficientemente en los dilemas inevitables del devenir social.
El caso más claro es el de la Educación. Hace ya años que desde el sistema político se enfatiza y subraya que, en la sociedad global, el instrumento fundamental de movilidad social es la Educación y que en ella está depositada la llave del progreso y ascenso de cada familia, a través de los miembros de las nuevas generaciones y, sin embargo, a pesar de que se inyectan nuevos recursos, el deterioro de la calidad de la Educación Municipal no toca fondo y, aún más, ahora se agregan los bochornosos hechos que indican que la acreditación de las instituciones privadas en la educación superior estaba permeada por la corrupción y el pago de escandalosos sobornos.
Ante un Estado débil, el afán de lucro quedó fuera de control. Una universidad privada es cerrada y sus 18 mil estudiantes no tienen del Estado seguridad alguna que el esfuerzo personal y de sus familias no quedará dilapidado miserablemente.
Una sociedad avanza cuando logra darse una idea-país, un consenso social fundamental en que todos trabajan y se esfuerzan porque vale la pena hacerlo, en la medida en que habrá frutos compartidos.
Tal idea o convicción se desvanece enteramente cuando se defrauda tan abismantemente la fe pública, como ha sido el caso de las acreditaciones de las instituciones privadas de educación superior, las colusiones o repactaciones para abusar con ganancias incontrolables.
Entonces, ¿Qué mensaje recibe la sociedad?, que los políticos hacen grandes discursos que no resuelven nada.
Se ha llevado al extremo lo que teorizaba Jaime Guzmán en los años 80, en el sentido que se debía llegar a un momento en que ya no importara lo que sucedería o no con el sistema político, haciendo que la gravitación del mismo fuese enteramente irrelevante y que la marcha del país estuviese bajo el control de las fuerzas económicas hegemónicas.
Sin embargo, para estas últimas vale solo el crecimiento que es su propia y particular medida, pero ello no es suficiente, el desarrollo de un país es mucho más y apunta a establecer normas civilizatorias, que evolucionan en el tiempo, pero que deben ser universales, es decir, estar en cada hogar y familia.
Un Estado sin la capacidad de tal puede ser un desvarío o un maquiavélico proyecto de dominación que no garantiza el bien común y se somete y articula al exclusivo rol de respaldar y asegurar la primacía de las fuerzas del mercado, con ese criterio economista, de una extraña mezcla de “autoritarismo y anarquismo”, es decir, una dominación del mercado sin Estado.
Ese diseño conlleva las bases profundas de su propia precariedad al postular, llegar a creer y convencerse que la sociedad puede reproducirse sucesivamente en el tiempo, exclusivamente sobre la base de la acción del mercado, sin que una robusta institucionalidad democrática garantice con su propia acción, previsión y representatividad las bases futuras de la convivencia social de la nación, entre ellas, que la desigualdad no provoque una fractura social.
Al igual que la idea que el Estado lo era todo se derrumbó estrepitosamente, su antípoda que el Estado sea la nada misma es jugar con el mismo grado de extremismo conceptual.
La debilidad del sistema político ha coadyuvado a su propio deterioro al ser impotente de frenar una desigualdad que se vuelve en contra del mismo progreso económico que se dice propiciar o sostener.
Hoy, compiten los países y una nación con una tan fuerte desigualdad como es la nuestra actualmente no tendrá la misma fuerza de sus iguales en la competencia global. De hecho, ya un serio y severo problema de Chile como país es su productividad. El desgarro social que produce la desigualdad se vuelve contra el desarrollo económico. Esa es la clave que se debe entender y asumir muy profundamente.
Las fuerzas económicas no deben invadir campos y espacios que no les corresponden y son propios de la política. El totalitarismo de mercado es un mal camino. Cuando el empresariado se ideologiza, fatalmente, concluye socavando sus propias bases de sustentación.
La acción y conducción del Estado pertenece a la política, de forma tal que los políticos deben prioritariamente respetarse a sí mismos porque cuando abandonan su propia esfera de trabajo e incursionan en la farándula se hacen un flaco favor e irremediablemente se desprestigian.
Por tanto, unos y otros en lugar de propiciar el continuo debilitamiento del sistema político debiesen contribuir a su fortalecimiento y estabilidad futura y poniendo manos a la obra, hay que enfrentar urgentemente la desigualdad en Chile.
El dilema va más allá de la alianza que emerja ganadora de los próximos comicios en noviembre.Seguramente, será difícil aunar, en los diferentes conglomerados, un nuevo Pacto o Acuerdo Nacional que se proponga enfrentar la desigualdad en los diferentes niveles institucionales, económicos, sociales, culturales, territoriales, pero es fundamental que así ocurra.