El 17 de agosto de 2011 fue iniciada por mensaje presidencial la tramitación del proyecto de ley sobre acuerdo de vida en pareja, que regula las relaciones patrimoniales de las personas que han optado por una comunidad de vida diversa al matrimonio.Quiero contar en estas líneas por qué, sintiéndome más cercano al tradicionalismo que al mundo liberal, creo en la necesidad de aprobar un acuerdo de vida en pareja como el propuesto por el Ejecutivo.
Primero, porque las familias no solo se construyen desde el matrimonio.El sentido común así lo demuestra. No podemos, como el avestruz, esconder la cabeza pretendiendo que la realidad es diversa a lo que realmente es, y cada vez que la sociedad lo ha hecho ha chocado con el muro de la realidad. El Censo reflejó que al 2011 uno de cada 10 chilenos vive en convivencia, y el crecimiento de dichas uniones es una realidad creciente que puede ser constatada a través de cualquier instrumento de estadística descriptiva. Con honestidad, si Ud. cree que ellos no forman familias, yo pienso que está profundamente equivocado.
Segundo, por consecuencia política. La idea de legislar es parte del programa de gobierno del Presidente Sebastián Piñera. Fue una promesa de campaña por la que votaron millones de chilenos. Decir lo contrario es, simplemente, mentir.
En efecto, en el Programa expresamente se señala que “nos ocuparemos de los 2 millones de chilenas y chilenos que conviven en pareja sin estar casados. Por ello, protegeremos sus derechos de acceso a la salud, a la previsión, a la herencia y a otros beneficios sociales, removiendo los obstáculos que hoy les impiden ese acceso y las discriminaciones existentes, de forma de construir una sociedad inclusiva y acogedora y no excluyente y castigadora.”Quienes respaldamos a este Gobierno no podemos obviar esta promesa efectuada a la sociedad toda.
Tercero, por protección a los más débiles. Quienes somos abogados hemos apreciado injustas situaciones, casi sacadas de novelas rosa, en la que tras una larga convivencia, al fallecer el hombre la mujer es despojada de todo lo que construyó con su conviviente por los descendientes, e incluso por la cónyuge con la que no vivió en años. Una sociedad que considera a todos sus hijos como iguales no puede permitirse distinciones entre ellos. Mucho menos tolerar situaciones arbitrarias como aquellas.
Lo entendieron bien los romanos. La unión estable entre personas libres sin la maritalisaffectio, esto es, sin la voluntad de ser marido y mujer tenía reconocimiento legal, y en cuanto institución protegía precisamente a la parte económicamente más débil de la relación: la mujer y los hijos.
Precisamente la estabilidad y la necesidad de regular un hecho existente fue la razón por la que el catolicismo y sus monarcas aceptaron la existencia en régimen de dicha institución. No fue sino hasta el Siglo XI,en un criterio restrictivo a la libertad, que ella fue prohibida.
Cuarto, porque vivimos en un Estado Laico y no confesional. La sociedad debe otorgar garantías legales que resguarden los efectos patrimoniales que se originan al margen del estatuto marital, ya sea porque los convivientes así lo han decidido o porque no quieren o pueden acceder, en virtud de la realidad jurídica, a los beneficios inherentes al matrimonio.
Es comprensible que algunos, más conservadores, basados en una visión de la antropología sustentada en su convicción católica, crean que basta con la regulación actual. Dirán ellos que para los homosexuales existe la libertad contractual, y para los heterosexuales existe el matrimonio.
Lo cierto es que esa regulación no es suficiente: no reconoce la realidad social que antecede al derecho.La sociedad ha ido ampliando la legitimidad de las familias más allá de la opción por el matrimonio o de la condición de género. Para que una pareja y sus hijos sean considerados “familia” no es necesario que los primeros expresen su afecto conyugal de acuerdo a las normas de la ley de matrimonio civil. Ha operado, en consecuencia, un cambio en las valoraciones sociales en cuanto a la familia.
En refuerzo de lo anterior, el artículo 1º de la vigente ley de matrimonio civil establece que “el matrimonio es la base principal de la familia”, lo que reconoce la existencia de otras formas de la misma. No podría ser de otro modo pues la asociación conyugal, al igual que todas las instituciones humanas, no está ajena a los cambios. Por ende, contar con una normativa que permita a las parejas regular de manera directa y suficiente los aspectos económicos de su convivencia no solo es deseable, sino también necesario y urgente.
Quinto, porque no perjudica a nadie. Decir que una institución paralela al matrimonio supone debilitarlo es no confiar en la naturaleza humana. Después de todo, si el matrimonio es una institución natural como se afirma desde la doctrina del tomismo, su subsistencia no corre riesgo por el hecho de existir una regulación alternativa, especialmente para quienes por condición sexual o personal no podrían casarse.
Finalmente, y en sexto lugar, porque es lo justo. La Justicia es darle a cada uno lo que le corresponde, y la distinción muchas veces artificiosa entre familias “clase A” y “clase B” es una distinción oprobiosa. Por años, como sociedad, fuimos incapaces de mirar más allá de nuestras narices y avanzar más allá de nuestros prejuicios y es hora de cambiar aquello.Las costumbres e interpretación de las instituciones, las ideas, la religión o del desarrollo social, no pueden ser vistos como cláusulas pétreas.
Para quienes creemos en el libre arbitrio, ni el Estado ni mucho menos su legislación pueden ser comprendidas como “entes orientado a la salvación de las almas”. En una sociedad abierta y libre, la gente tiene el derecho a elegir, aunque aquello no le guste a los más conservadores.