Las imágenes en Televisión son inapelables: un puñado de jóvenes acorralan un furgón de Gendarmería y el funcionario que lo conducía saca su arma y comienza a disparar en un céntrico sector rodeado de edificios en Santiago. Mientras observo la imagen una y otra vez en los noticiarios me pregunto: ¿Qué nos ocurre como país? ¿En dónde quedaron las garantías para la convivencia y el buen vivir? ¿No es importante la amistad cívica? ¿Es que ya olvidamos pronto aquella épocas dónde la falta de entendimiento fue aprovechada por los mercenarios del oportunismo? Y para finalizar el conteo, la peor de todas las interrogantes, ¿En qué momento comenzamos a odiarnos tanto?
Lo lógico, lo obvio, es que las responsabilidades penales son individuales y que la herida profunda de Anyelo Estrada es producto del descontrol y descriterio de un funcionario superado por el descontrol y descriterio de un grupo de estudiantes.
Sin embargo, lo real y más profundo es que el baleo es también sintomático de un sistema político mezquino a la hora de encontrar puntos de encuentro y muy prolífico y talentoso para usar su oportunismo en fines propios.
Dentro de ese escenario, los muchachos que apedrearon y el funcionario en descontrol, son sólo una prolongación más de la desconfianza, rechazo y divorcio que existen entre las pretensiones sociales y las respuestas que se les otorga. Y Anyelo, sólo un víctima de la ira social que nos está consumiendo.
Desde un tiempo a esta parte, la buena fe parece ir diluyéndose dentro de un mar de desconfianzas, que la propia clase política no sólo ha ignorado con terquedad sino también ha fomentado con cierta regularidad.
Ejemplo claro de ello devienen estas últimas semanas de vida cívica, que han constituido un tenso derrotero para la convivencia social.
Licitaciones que caen y que sin embargo dejan una sensación a trampa; pugnas en el Congreso con epítetos de grueso calibre, como si ministros y parlamentarios tuviésemos inmunidad total; llamados a no votar como si derrotar los procesos democráticos fuesen un fin loable; hechos con carácter de corrupción en el corazón del Gobierno como es el ministerio de Interior; y la consagración de una falta de responsabilidad política a todo evento. Si ninguno de los hechos enumerados les parece violento, supongo que la profunda desigualdad e injusticia social que nuestro país aún ostenta, podrá hacerlos cambiar de opinión.
Mención aparte merece todo lo que actualmente se vive en La Araucanía, donde una serie continuada de episodios de violencia parecen ir adaptándose al diario vivir, hundiendo toda posibilidad de diálogo fructífero y apto para garantizar la paz social. Todo ello, mientras nuevos comuneros huelguistas llevan más de 40 días sin comer, hecho que ya no es novedoso o notorio como para generar noticia.
Pero basta ya de todo ese escenario. Lo que debemos preguntarnos hoy –con urgencia y de forma obligatoria- es como logramos conectar el diálogo que restablece confianzas entre los distintos actores sociales.
Gobierno, oposición y ciudadanía no pueden permanecer más como ghettos con reglas propias pero sin conexión alguna entre sí, pues cuando ese modelo termina por imponerse, finalmente es un tercero atento a estas circunstancias el que asalta por la espalda, construyendo dictaduras que lesionan los derechos humanos más profundos.
Si usted cree exagerado lo que estoy diciendo, entonces ¿cómo explica el derramamiento de sangre en democracia? Al menos por mi parte, creo que es una señal preocupante e inequívoca de que debemos detenernos en este oscuro afán por el triunfo que pasa necesariamente por la derrota completa del adversario.
Las señales que se necesitan deben ser reales y no aparentes: las de un Gobierno capaz de escuchar con toda la atención y que da respuestas contundentes, sin violentar la buena fe con su jactancia si no es capaz de cumplir con las expectativas ofrecidas. Una oposición con perspectiva de futuro y apertura, que no caiga en el juego de desbancar para hacer noticia o buscar identidad. Y actores sociales que sean capaces de acercar posturas, negociar y condenar siempre la violencia.
Por muy imperfecta que sea, la democracia es el mejor sistema al que podemos aspirar.Destruirlo significa destruirnos a nosotros mismos.Cambiarlo por otro autoritario –bajo la promesa de resolver toda problemática- una utopía tan falsa como perversa.
Nombres como el de Anyelo Estrada o Manuel Gutiérrez; de los chicos mapuche baleados en Ercilla; el carabinero asesinado sin contemplación en Quilicura; el carabinero que resultó muerto en La Araucanía y el parcelero mapuche que fue baleado a sangre fría, sólo deben implicar un urgente llamado a la paz y a la amistad cívica. Entender lo contrario, es sólo ir en la búsqueda de más víctimas y del derramamiento de sangre en Democracia.
Esto debe terminar antes que el diálogo de sordos y la agresión, termine por pavimentar un nuevo período oscuro en nuestra historia. En nombre de las futuras generaciones y nosotros mismos, ya no podemos darnos permiso para más desatino y egoísmo. A final de cuentas, todos estamos escribiendo la misma historia. La misma por las que nos juzgarán los que vienen.