El desbarajuste que provocó en el PPD el proyecto de programa que redactó el ex ministro Francisco Vidal, que incluía varias estatizaciones, aconseja tomar con gran seriedad las definiciones programáticas con vistas a la elección presidencial. En este caso, y luego de las críticas de los diputados de ese partido, el texto fue corregido a la carrera para que estuviera listo para el acto del domingo 7 con el PC y el PR, en el que se proclamó a los candidatos a concejales.
No obstante, sería injusto descargar en Vidal toda la responsabilidad por los estropicios, puesto que el presidente del partido, Jaime Quintana, parecía sentirse muy satisfecho con el texto propuesto, ya que marcaba “el giro a la izquierda” que él propicia.
Formular propuestas programáticas en períodos de elecciones es parte de la actividad normal de los partidos. Además, en tiempos en que la actividad política pierde densidad de ideas y tiende a limitarse a la mera disputa de cargos, los debates programáticos pueden adquirir gran trascendencia si se plantean sobre bases sólidas y expresan un nítido compromiso con el interés nacional.
Precisamente por esto, es deseable que los partidos aborden la elaboración de los programas con el mayor rigor posible. Si no lo hacen, se exponen a vivir episodios bochornosos que, como hemos visto, agravan la desconfianza de mucha gente hacia los políticos.
Proponer la estatización de determinadas actividades productivas, comerciales o de servicios, significa que el Fisco tiene que sacar fondos de alguna parte para sostenerlas hoy y mañana, en cualquier circunstancia. El estatismo no es sinónimo de progresismo, como algunos creen todavía.
El Estado tiene que proteger el interés colectivo e incluso intervenir directamente en la actividad económica, como ocurre en nuestro país, pero suponer que las propuestas socialmente avanzadas se reducen a depositar nuevas responsabilidades en el Estado es una simpleza que puede acarrear no pocas dificultades y ningún beneficio.
Se supone que los programas se conciben con el propósito de materializarlos en políticas públicas, reformas institucionales, proyectos de ley, etc. Pues bien, ello implica que los partidos no pueden hacer pasar un conjunto de consignas como si fuera una plataforma de gobierno. O sea, simples enunciados que no se sabe cómo se realizarán ni en qué plazos.
Por ejemplo, no se sostiene decir que es “una buena idea” levantar la propuesta de convocar a una asamblea constituyente, pero agregar enseguida que es inviable, que es exactamente lo que han declarado algunos parlamentarios. No podemos abordar estas materias como si fueran parte de una discusión en el aire, en una situación hipotética, al margen de la realidad de hoy. Si no se les toma el peso a las palabras, todo resulta demasiado fácil y las compuertas quedan abiertas para cualquier cosa.
Uno espera que los políticos miren más allá de la coyuntura y que contribuyan a definir líneas de acción que favorezcan el progreso del país y que, en lo posible, no lo metan en nuevos problemas. Y nada está garantizado hacia adelante, salvo que siempre habrá problemas. Respecto de cada propuesta, lo responsable es explicar cómo se concibe su concreción, cuánto se calcula que va a costar, de dónde van a salir los recursos, en fin, todo aquello que significa razonar con visión de Estado.
¿Está asegurado el crecimiento de la economía chilena en los próximos años, y sólo queda ser imaginativos para gastar la plata? Sería muy aventurado pensar así.
O creer que, puesto que China sigue comprando nuestro cobre, Chile puede gastar alegremente esos ingresos. No son así las cosas. Hay que definir prioridades. Y debemos preocuparnos si el país gasta más allá de sus posibilidades. Al respecto, es preocupante que la caja fiscal esté perdiendo la holgura que tuvo, que es exactamente lo que está ocurriendo en el actual gobierno, lo cual limitará las posibilidades del próximo.
Sin habérselo propuesto, Piñera está dejando una lección que no debemos olvidar: cuando se alimentan demagógicamente las expectativas, se paga después un alto precio en el terreno de la credibilidad. Sabemos las cosas que él dijo respecto de la delincuencia cuando era candidato.
Partimos de la base de que un programa presidencial en Chile se diseña para ser cumplido en 4 años, independientemente de que ciertas líneas estratégicas tengan una proyección mayor. En nuestro país no hay reelección inmediata de los gobernantes, por lo que están obligados a ser realistas y a usar bien el tiempo. No pueden hacer “ofertones” ni distraerse en demasiadas cosas.
La siembra de ilusiones le hace mal a la cultura democrática. ¡Y qué decir la construcción de castillos en el aire! Tenemos que proponernos metas exigentes por supuesto, sobre todo en áreas tan decisivas como la salud, la educación, la energía, la productividad de la economía, pero ello exige actuar seriamente.
En definitiva, el debate programático puede ser muy útil e incluso pedagógico para la sociedad, pero debe enfrentarse con propuestas bien fundadas, que le abran a Chile reales posibilidades de progreso.