En los primeros días de septiembre de 1973, mi padre, preocupado por las inundaciones y un terremoto que había sufrido México, nos pidió que fuéramos a ese país con Tencha para expresar nuestra solidaridad. Regresamos el domingo 9 de ese mes y nos fue a buscar en un ambiente cargado de tensión.
Repaso la noche del 10 de septiembre. Fui a cenar a Tomás Moro y llevé muy orgullosa mis regalos traídos desde México. Entre ellos, dos chaquetas de verano. Mi padre interrumpió la conversación que tenía con sus asesores para probárselas en el baño.
Espontáneamente dijo: “Espero alcanzar a usarlas”. Me sorprendí al oírlo y apenas logré musitar: “¿Tan mal estamos?” El Chicho intentó tranquilizarme.
En la cena de trabajo estaban varios colaboradores, entre ellos Orlando Letelier, Carlos Briones, Augusto Olivares, Carlos Jorquera y Juan Enrique Garcés.
Todos discutieron el plebiscito que pensaba anunciar el Presidente -el mismo día 11- para salir de la grave crisis política que vivíamos. Intentamos que la cena fuera normal, pero varias veces fue interrumpida por diferentes llamadas con datos alarmantes de desplazamientos de tropas y otros rumores. Al despedirme de mi padre me llamó la atención que pidiera que me escoltara un coche, pues sabía muy bien que andaba siempre sola y sin protección.Me fui en mi propio auto, el mismo que al día siguiente ocupé para ir a La Moneda.
Esa noche me dormí agotada. Las llamadas comenzaron muy temprano el 11, pero no contesté porque estaba cansada y no quería oír más rumores. Finalmente, una llamada de Patricia Espejo, que trabajaba junto a mi hermana Tati en la secretaría privada de La Moneda, me advirtió que había golpe y que mi padre ya estaba en el palacio presidencial.
Sin pensarlo dos veces, me vestí muy rápido. Tal como había convenido con mi marido -después del intento de golpe conocido como el tanquetazo- me dirigí hacia La Moneda y él se llevó a mis dos hijos.
No fue fácil llegar hasta allá. Logré dejar el auto a un par de manzanas. Entré faltando pocos minutos para las nueve de la mañana. Como mi vehículo no tenía radio, durante el trayecto no escuché ningún bando militar. Hasta ese momento, Carabineros patrullaban las calles y al identificarme como la hija del Presidente me dejaban pasar.
Es imborrable para mí la cara de sorpresa de Tati cuando me vio entrar. Ella me pidió que me retirara a Tomás Moro, que creía lugar seguro. Me negué. Más tarde, esa residencia fue bombardeada aunque en ella sólo estaba mi madre. Al ingresar en la oficina hablé con Eduardo Paredes, quien intentó convencerme que me fuera porque “esto será hasta el final”, mientras empuñaba un arma. En ese momento yo esperaba -o deseaba- que ese día sólo hubiera otro tanquetazo, rápidamente sofocado.
En el rostro de mi padre advertí una mezcla de sorpresa e incredulidad cuando me vio, junto con lo que creo era una íntima satisfacción de sentirse cerca de sus dos hijas, aunque -debo reconocerlo- nuestra presencia le perturbaba profundamente.
Poco después, nos reunió a todos los presentes en el Salón Toesca.Recuerdo de sus palabras la decisión de quedarse en La Moneda, porque ése era su lugar, el que correspondía a un Presidente constitucional.Dijo que él no iba a dimitir y que había rechazado las ofertas de abandonar el país. Pidió, en cambio, que sus asesores dejaran el Palacio, ya que no estaban entrenados para usar armas y porque el mundo debía conocer lo que pasaba.
Había un gran contraste entre su decisión de quedarse y combatir, para dar una lección moral a los “traidores que rompían la ley” y la serenidad con que conducía y se preocupaba de todos los detalles de la defensa. Mi hermana y yo tuvimos varios diálogos muy difíciles con él, quien primero nos pidió, luego nos rogó y, después, con desesperación, nos ordenó salir ante nuestra resistencia.
Finalmente, con mucho dolor, accedimos. Él estaba convencido de que respetarían su solicitud de un vehículo militar para alejarnos de La Moneda.Al salir vimos que no sólo no había ningún vehículo, sino que el silencio y la soledad eran totales. Todas las tropas que atacaban el Palacio se habían retirado. Alcanzamos a cruzar al otro lado, cuando comenzó el bombardeo, y nos alejamos en dirección opuesta al palacio, en medio de tiros aislados.
Intentamos quedarnos en un hotel pero lo dejamos al escuchar, en la recepción, una radio que decía: “Frente a la resistencia encontrada en Tomás Moro, la Fuerza Aérea se ha visto obligada a bombardear”. Las lágrimas que no pude contener, pensando en Tencha que estaba sola, nos delataron.
Habíamos salido seis mujeres y por alguna razón nos perdimos y sólo quedamos cuatro.Caminamos hasta la calle Santa Lucía. Allí hicimos autoestop, con la suerte que se detuvo un vehículo grande. Subimos diciendo que éramos secretarias y que no teníamos nada que ver con lo que pasaba. Nos llevó hasta la plaza Italia, donde había un fortísimo control militar y por primera vez vimos gente detenida, caminando con los brazos en alto.
Mientras un militar revisaba los documentos del conductor, Tati, con un embarazo de siete meses, fingió tener contracciones, lo que nos permitió pasar sin más contratiempo. Más allá, por indicación mía, nos bajamos y, por una corazonada, me acordé de una compañera de trabajo que vivía cerca. Aunque nunca había estado en su casa, nos recibió con enorme cariño y preocupación.
Allí establecimos los contactos telefónicos. Poco a poco nos enteramos. Tencha a salvo: entre bomba y bomba logró salir y estaba en casa de Felipe Herrera. Más tarde supimos de la muerte del Chicho y también de la de Augusto Olivares. Pasamos una noche de gran tristeza, todas con el alma encogida. No hay palabras para describir ese dolor.
Los sufrimientos siguieron al día siguiente. Después de complicadas negociaciones dijeron que nos autorizarían a asistir al entierro de Salvador Allende. Pero como usaron ese pretexto para atacar la Embajada de Cuba y habían herido en una mano el embajador, resolvimos no ir. Sentimos más dolor e impotencia.
En la tarde vino un jeep militar con mi cuñado para buscar a Tati, porque se decretó la expulsión de los cubanos. Allí acordamos con ella que llamaría al embajador de México.No tardó en aparecer con un salvoconducto, temiendo que en cada uno de los muchos controles nos descubrieran; pero la serenidad y presencia de Gonzalo Martínez, Embajador de México, permitió que llegáramos a la embajada.
Salimos con mi hijo Gonzalo a buscar a Tencha, la cual estaba muy dolida con todo lo que había pasado. Ella siempre dijo durante años que no sabía si efectivamente el que estaba en ese ataúd cerrado era Salvador Allende. Nos costó mucho convencerla que se fuera a la embajada con nosotros, porque deseaba quedarse en Chile y denunciar lo que pasaba.
Abandonamos el país un sábado 15 de septiembre por la noche, en medio de un gran despliegue militar y una gran tristeza. Nunca pensamos que el exilio iba a durar casi 17 años y que, en mi caso, 15 años después, el 1 de septiembre de 1988 -año del plebiscito- entraría a Chile desde Buenos Aires, con amenaza de deportación primero, una multa a Aerolíneas Argentinas y, en pleno vuelo, la sorpresa de un decreto que estableció el fin del exilio.
Sólo en democracia, y en el Gobierno del presidente Aylwin, pudimos trasladar los restos del presidente Allende desde el cementerio de Santa Inés, en Viña del Mar, para que estuviera sepultado en Santiago, según la tradición chilena, acompañado por ese pueblo que nunca le ha olvidado.
Rescatar nuestra historia y proyectarnos con fuerza hacia el futuro es una tarea prioritaria.Salvador Allende no es un mito sino una fuerza que está viva, si así somos capaces de asumirlo de cara al siglo XXI.
Pese a las pasiones que aún hoy existen en nuestro país, nadie puede negarle a Allende la calidad de un demócrata consecuente, defensor acérrimo de los más desposeídos y coherente hasta el sacrificio personal. Sus últimas palabras, con su voz tranquila agradeciéndole a los más humildes su apoyo y señalando su confianza en Chile y su destino, representan su estatura moral, la de un Presidente que prefiere morir por sí mismo que rendirse o entregarse.
El mejor homenaje que podemos rendirle es cuidar esa democracia que esperaba se restauraría en Chile, y por cierto, hoy a 39 años, este septiembre del 2012, nos reúne con su figura que se potencia especialmente entre las nuevas generaciones, y por eso, seguimos creyendo que el legado de Salvador Allende está más vivo que nunca.