Hay días que marcan a fuego a las sociedades humanas, fechas inscritas para siempre en la memoria de los pueblos. Archivos, documentos y monumentos registrarán aquel acontecimiento para las nuevas generaciones. Cada pueblo conoce y reconoce esa calendariedad que constituye, ni más ni menos, su propia historia.
El once de septiembre de 1973 pertenece, por derecho propio, a aquellas fechas trágicas de nuestro país. Una fecha que vive todavía en la memoria viva de muchos, víctimas y victimarios.
La Moneda en llamas mientras los jets revolotean sobre el centro de Santiago y la radio transmite marchas militares. El presidente Salvador Allende se dirige a los trabajadores por una de las últimas radioemisoras libres, cuatro generales inician un Golpe de Estado contra el gobierno constitucional. La soldadesca se despliega en todo el territorio, lo que se empezó en Valparaíso se convierte en un férreo control de patrullas y destacamentos en cada ciudad. Se inauguran muchos centros de detención: estadios deportivos, regimientos, escuelas. Se instituye una voz única a través de los medios de comunicación, la voz de los triunfadores.
En muchas esquinas de la ciudad se repiten dantescas escenas, cadáveres de jóvenes estudiantes apilados en el suelo salpicados de rojo sangre, como si unas flores brotaran de sus camisas, cientos de libros incinerados ante la risa de algunos, muchos cuerpos cubiertos de hojas de periódicos dispersos en calles céntricas, otros cuerpos flotan a orillas del río Mapocho.
La ciudad está prohibida, un “toque de queda” precede la noche en que serán allanados los barrios populares. Un silencio sepulcral se apodera de las ciudades de Chile, apenas interrumpido por ráfagas de ametralladoras o algún lejano helicóptero.
La televisión nos muestra a los cuatro uniformados que pusieron fin al gobierno de la Unidad Popular. Con marcado tono militar, acusan, justifican, amenazan.
El presidente de la Corte Suprema ha declarado que el golpe ha sido un acto de legalidad ante un gobierno inconstitucional y varios ex presidentes celebran el Golpe de Estado.
Esa misma noche, los “Huasos Quincheros” cantan entre risas en alusión a las últimas horas del presidente Allende. Chile recibe a los vencedores de la jornada con casas embanderadas obligatoriamente. Los estadios, muchos regimientos y escuelas están repletos de detenidos a través de todo el país. Ha comenzado una dictadura militar.
La Moneda en llamas ha sido una metáfora de lo acontecido en nuestro país desde aquel triste día de septiembre. Un edificio en ruinas, tal como todo el andamiaje democrático republicano que enorgulleció a Chile durante gran parte del siglo XX.
Un edificio que años más tarde sería reconstruido con la misma fachada como una “simulación” casi perfecta de lo que fue, tal como nuestra propia “democracia” que guarda las formas de antaño, pero sin poder disimular su mentira, su carácter degradado de “pastiche” o remedo de aquella forma histórica que conoció nuestro país.
Surge una sospecha todavía más inquietante y tenebrosa. Tras lo acontecido hace casi cuatro décadas cabe preguntarse si acaso La Moneda ha dejado de arder.
A primera vista la interrogante puede parecer ociosa, sin embargo, la cuestión es radical y quiere subrayar el hecho de que el asedio y la usurpación al poder de la soberanía popular representado en la casa de gobierno no ha cesado desde entonces. Seguimos bajo el “estado de excepción”, la Moneda sigue ardiendo entre volutas de humo desde entonces y sus llamaradas alcanzan a los movimientos sociales en Araucanía y a los movimientos estudiantiles en las calles de nuestras ciudades.
Las llamas de La Moneda no son solamente la imagen de un espeluznante pasado. Se trata más bien de un presente, un “ahora de Chile”, en que las llamas de ese averno siguen calcinando nuestra vida cotidiana.
Todavía, entre nosotros, un “toque de queda” nos impide recordar; todavía muchos desaparecidos no encuentran su tumba; todavía la impunidad de tantos; todavía la ley escrita por el general prescribe nuestra vida, todavía tanto olvido y tanta mentira.
La Moneda arde todavía en el dolor que permanece obstinado en el corazón de muchos compatriotas.