Es interesante ver en política cómo las competencias se van entreverando unas con otras, aunque sean de distinta dimensión y propósito o tengan desenlaces en tiempos bien diferentes. Sin duda, la campaña municipal está siendo cruzada por las aspiraciones parlamentarias y presidenciales en el oficialismo y la oposición. Nunca ha sido de otra manera y esta tampoco es la excepción.
Si alguien preguntara porqué es que la oposición no se presenta completamente unida en la campaña alcaldicia, se le podrán ocurrir las más variadas respuestas. Lo cierto es que en muchas comunas no hay un candidato único a alcalde, porque no se desea llegar –después- a un candidato único a Presidente de la República. Este pie forzado hace que se busquen justificaciones a la ausencia de una unidad opositora que era perfectamente alcanzable.
Quienes dividen a la oposición, tal vez no quieran trabajar objetivamente para que la derecha mantenga o gane municipios. Puede que este no sea un efecto deseado, pero sin duda es el resultado que se consigue.
Por cierto, los partidos pueden privilegiar competir entre sí, porque de otro modo su organización partidaria, en un territorio particular, corre el serio riesgo de languidecer y debilitarse. Sin embargo, no es esta la razón de fondo cuando se rompe la unidad de la oposición.
Lo que sucede es que los que privilegian presentarse unidos en una ocasión, en realidad generan la costumbre y la necesidad de permanecer unidos. Si ahora se tiene candidatos a alcalde definidos en común, ¿por qué no hacer un proceso en el que se llegue a un candidato presidencial común? Es este tipo de razonamiento el que evita que se alcancen acuerdos y consensos más amplios. De manera que es una competencia política distante la que determina lo que sucede con una competencia próxima.
En otras palabras, bien puede suceder que alguien sea de oposición y, sin embargo, no tenga como un interés prioritario el derrotar a la derecha.Antes tiene la intención de mantener un espacio propio al costo que sea para luego, en algún momento futuro (que no tiene por qué ser en 2013) llegar a competir por la presidencia.
Cada partido ha de decidir cuánto de interés propio y cuanto de necesidad de converger con otros ha de establecer como componentes de su actuación pública. Puro egoísmo partidario terminará por ser contraproducente, puesto que la opinión pública no premia a la vanidad de grupo limitado como guía última de la acción política.
Tampoco la pura confluencia con otros resulta una alternativa aceptable, porque el que se disuelve en el conjunto termina por perder todas las características que le son propias.Con ello pierde las diferencias que le dan identidad y con ello la razón de existir.
Lo que no se puede olvidar en ningún momento es que jamás se hace política en el vacío.Lo que hacemos o dejemos de hacer repercute en el comportamiento de los otros, sean aliados o adversarios.
Es imposible que a la derecha le sea indiferente la aparición de actores que no les compiten, que dividen a sus principales antagonistas y que – ¡feliz coincidencia! – justo le restan a los adversarios el margen de apoyo que les permite ganar en un escenario de competencias estrechas.
El que crea que la derecha dejará sin apoyo a estas candidaturas pequeñas, pero que le son tan gratas, tan útiles y tan necesarias, es que vive en otro planeta. A la Alianza le faltan votos, pero le sobran recursos, y cada cual en política recurre a lo que tiene.
Por eso creo que se puede afirmar que, dentro de poco, nos encontraremos con la poca sorprendente novedad de que aparecerán pequeños candidatos, poco conocidos previamente, pero con una gran capacidad de despliegue de propaganda, que apuntarán al electorado que no puede captar la derecha, pero que no están contentos con nadie.
Por lo anterior, todos los que tienen alguna noción de nuestra historia política saben que ha llegado la hora de los “catapilcos”.
Este término surgió hace muchos años cuando Salvador Allende pudo ganar la elección presidencial de 1958, pero una pequeña candidatura, la de Antonio Zambrano, ex cura de Catapilco, le restó justo los votos que le hubieran permitido derrotar a la derecha. De ahí el concepto, tan repetido en estos días.
Desde luego, el expediente de “dividir para reinar” tiene un origen que se pierde en la noche de los tiempos. Pero no deja de ser utilizado en versiones siempre renovadas.
Sin embargo, el uso de este recurso tiene una limitación: no puede ser utilizado en más de una ocasión sin quedar en evidencia. En nuestro caso, el que haga de Catapilco en las elecciones municipales quedará al descubierto en la ocasión siguiente, y esto puede significarle el recibir un castigo en la definición presidencial. No hay mal que por bien no venga.
Los catapilcos suelen ser olvidados, pero no suelen quedar endeudados. De eso se encargan otros. De lo que nadie parece hacerse cargo es del costo que paga la democracia por la existencia de candidaturas, que distorsionan la competencia entre las opciones reales.
No queda más que apelar a la ciudadanía, creando conciencia sobre los alcances de las alternativas efectivas y el valor del voto. Tal vez los Catapilco no tengan la última palabra.