La historia es la identidad. El pasado de una persona o de una colectividad la define. Su esfuerzo de reflexión le hará ser más o menos feliz con aquel pasado que la caracteriza; podrá haber sido más o menos lúcido, afortunado o no, pero no podrá deshacerse del mismo, como se cambia el vestido por la camisa de dormir cuando se va a acostar una mujer al anochecer.
Los países se configuran a lo largo de su historia, de la intuición y proyectos que los movilizan a través de generaciones; que provocaron avances, sufrimientos, alegrías y penurias.
En el caso de los partidos políticos que pretender influir e, incluso, guiar a sus naciones, hay una directa relación con el destino de sus respectivos países, con los hechos que han sufrido y los acontecimientos que les desarrollaron o atrasaron, mientras tales partidos existieron.
La memoria de una fuerza política es, al menos, una parte inarrancable de la memoria de una nación; en algunos casos, puede transformarse en una parte decisiva, como la memoria histórica que nos legaron quienes se alzaron por la independencia nacional.
Ahora que se habla mucho de la encrucijada por la que atraviesa el Partido Socialista, resulta necesario, en consecuencia, meditar –aunque sea un poco- sobre su identidad política, aquella que lo define frente a los grandes sucesos de nuestra historia, pero no como una caja hermética, sino que frente a nuestra historia como país, a la huella que dejó en la memoria de Chile.
El Partido Socialista surgió en medio del impacto de lo que los textos llaman “la gran depresión” de 1929; la más violenta crisis del capitalismo en Occidente. Debido a la pobreza reinante, su ideario se articuló en torno a la gran demanda de “Pan, techo y abrigo” y asumió como doctrina “el marxismo enriquecido por el constante devenir social”.
Se definió a sí mismo como un Partido alejado y opuesto al dogmatismo que –entendían sus fundadores- marcaba la teoría y la práctica del PC de Chile, con la dirección de una Internacional Comunista bajo el dictador Joseph Stalin.
En otras palabras, junto a definiciones de alcance planetario, el antiestalinismo, su acción práctica se orientó a lo “más concreto”, a la vida cotidiana, a que las familias pudieran alimentarse con decoro, habitar y abrigarse para vivir con dignidad.
Por eso, excepto notables intelectuales como Eugenio Matte, sus líderes originarios se configuraron en esa crisis social como caudillos populares de una vitalidad y energía sin igual.
Hubo uniformados, como el comodoro Marmaduke Grove, que intentó instalar una República Socialista y que, luego, desde el destierro en la isla Juan Fernández, levantó el lema: “De la cárcel al Senado”, en un período de fuerte inestabilidad en el país. Pero también por su extremo practicismo, hubo quienes cayeron en prácticas clientelísticas y el populismo, poniendo en serio riesgo la propia sobrevivencia del PS en los años cuarenta.
Luego de esa etapa crítica, sus líderes principales, Salvador Allende y Raúl Ampuero lo rescataron de una crisis prácticamente terminal. El PS se rehízo al calor de un gran proyecto de reivindicación popular, de reclamo de autonomía nacional y sentido patriótico.
Volvió a crecer, a tener influyente presencia parlamentaria y articularse en torno a la alternativa presidencial de Salvador Allende, a pesar, incluso, que sus nuevas directivas, en base al debate interno, le habían llevado a definirse en los años ’60 como marxista-leninista, haciendo caso omiso de sus treinta años de existencia anterior.
De allí que coexistieran en el PS aquellos de “sobaco ilustrado”, como les llamaba la diputada Carmen Lazo, por su hábito de portar gruesos volúmenes bajo la axila, con el ímpetu reivindicativo y movilizador de personas como los hermanos Palestro, entre otros líderes de arraigo popular.
En el PS cristalizó agudamente la gran discusión del período: si seguir a Salvador Allende y la ruta de las reformas, conocida como la “vía chilena” o lanzarse a la “acción directa”, siguiendo el camino de Cuba.
La dictadura pulverizó todo aquello y se logró rehacer trabajosamente un PS que tuvo como misión inamovible reconquistar la democracia perdida. A un alto costo humano, lo consiguió.
Sin embargo, afluyeron hacia él muchas de las orgánicas de izquierda que se movían a la deriva bajo el asedio dictatorial. De ese modo, el PS se hizo más heterogéneo, pero tuvo una voluntad común: reinstalar una institucionalidad democrática que ejerciera respeto a los derechos humanos, que cesara el terrorismo de Estado y se retomara una senda en que imperara el principio de legalidad y se luchara contra la pobreza extrema que agobiaba al país.
Muchas veces los socialistas se cuestionaron duramente, en una autocrítica severa, por su incapacidad de apoyar y respaldar a Allende, a la altura de las exigencias históricas, por no haber sido actores de la defensa de la democracia, perdida por tantos factores, entre ellos, esa falta de respaldo al Presidente mártir, caído en La Moneda, mientras sus críticos no podían sino que reconocer su consecuencia indoblegable, hasta el final.
Por ello, mantuvo el PS, hasta el gobierno de Bachelet, una línea política inamovible, asegurar la reinstalación y consolidación de la democracia en Chile.
Todo aquello fue un resultado histórico, el curso inevitable de circunstancias insoslayables; así se construyó en tal período la identidad del socialismo chileno. Fue nuestra experiencia y renegar de la misma es absurdo, sería como querer ser otro hombre, distinto cuando se llega a la adultez y la vida no se puede rehacer.
Por eso, renegar de un pasado irrenunciable conduce a quien lo intenta a una crisis existencial insoluble.
Ahora estamos en una nueva etapa.
Las instituciones deben ser activas para cimentar una nueva convivencia social. La necesidad de pan, techo y abrigo para extensos sectores se replantea con mucha intensidad. Como en los años ’30, hay agobio social ahora con Internet, pero el dilema está planteado igual.
La desigualdad que ahoga las expectativas de centenares de miles de hogares es, ahora, la cuestión esencial. Mientras la derecha retenga en sus manos la totalidad del poder, este requerimiento no sólo se mantendrá, sino que se agravará. En dos años, se ha rehecho velozmente la memoria histórica, la derecha sólo gobierna para los suyos, piensa el futuro del país desde el enriquecimiento exacerbado de un puñado de poderosos, no desde la nación en su conjunto.
De modo que desde lo esencial, lo práctico, pero de alcance ético inesquivable, se replantea el dilema esencial, para que se reinicie la reconstrucción de las conquistas populares, el socialismo debe decidir si se esfuerza o no por gobernar. Si así lo decide, debe hacerse cargo de lo que ello significa, es decir, articular la mayoría nacional, social y política para concretarlo.
Si no es así, si lo principal es denostar el sistema y esperar su derrumbe en una crisis revolucionaria, si de lo que se trata es la denuncia manteniéndose la organización incontaminada del ejercicio del gobierno; si al igual que los viejos anarquistas que morían en la pobreza como opción preferible al contagio del poder, ahora nos desentendemos de levantar una alternativa; bueno, en ese caso, los que piensen así, que lo digan, pero se deben asumir las consecuencias prácticas de aquello.
Porque mucho me temo que para algunos la llamada “travesía del desierto” está asociada a la dieta parlamentaria y no a las duras contingencias que significa organizar, como lo fue bajo la dictadura, una alternativa extra sistema.
En la tradición de la izquierda latinoamericana gobernar ha sido una situación excepcional; ha ocurrido muy pocas veces desde doscientos años que somos repúblicas, lo que ha creado una cultura de “no gobierno”.
Sin embargo, el interés popular que representamos no puede ser el eterno postergado, mientras los poderosos se dan el gran festín y, para ello, no hay otro camino que no sea construir una alternativa de mayoría para gobernar. La auto-exclusión no modifica las estructuras oligárquicas, sino que las robustece.
Ahora bien, muchos miran con desconfianza este esfuerzo por el acomodamiento “a las delicias” del poder. Ello ha ocurrido y mucho más, en los regímenes de rígido partido único.
En consecuencia, ese riesgo no es razón que inhabilite nuestra alternativa; por el contrario, nos convoca a lo que a muchos desagrada: contar con una fuerza organizada, que oriente y dirija el esfuerzo hacia los objetivos compartidos y colectivamente concordados.
No hay otra opción, por los derechos de los más pobres y el interés del país, no se puede actuar con el mero afán de observar y criticar el gobierno de los otros; para cumplir con el sentido de ser socialista y enfrentar la tarea de las tareas, la desigualdad social de Chile, hay que atreverse a dirigir el país y rectificar y corregir, todas las veces que sea necesario hacerlo, para que el sentido nacional y popular de la vocación socialista siempre esté vigente.