No hay cómo soslayar un pronunciamiento sobre la polémica que desató Andrés Velasco, ex ministro de Hacienda, al denunciar en el programa “Tolerancia Cero” que el senador Guido Girardi lo presionó, poco antes del comienzo de su gestión (2006), para que nombrara a varias personas de su confianza en cargos del ministerio de Hacienda.
Como Velasco se negó a ello y le dijo que esa no era su forma de actuar, el parlamentario le dijo “muy bien, así nos vamos”, y le anunció que se opondría sistemáticamente a las iniciativas del ministerio.
De las prácticas políticas turbias se ha hablado en sordina por largo tiempo con nombre y apellido. Varios ex ministros podrían dar testimonio de ello. Sin embargo, esta es la primera vez que alguien que ocupó una alta responsabilidad, como es el caso de Velasco, se atreve a denunciarlo ante las cámaras de televisión.
Quizás algunos juzguen este episodio a partir de la mayor o menor simpatía que les inspira el denunciante y su postulación presidencial. No es lo más importante. Lo que cuenta es el fondo de la denuncia y el hecho de que no poca gente haya exclamado el domingo frente al televisor: ¡por fin, alguien lo dijo!
No nos confundamos. Una cosa es que el presidente de la República o un ministro pidan sugerencias a los partidos de la coalición gobernante para efectuar ciertas designaciones cuidando los equilibrios políticos, y otra cosa muy distinta que los dirigentes partidarios o los parlamentarios presionen indebidamente para imponer ciertos nombramientos, o crean que determinados puestos “le pertenecen al partido”. El aparato del Estado no puede ser el coto de caza de ningún grupo corporativo.
Estamos hablando de formas execrables de ganar poder por parte de quienes compran lealtades con cargos o prebendas en el aparato del Estado.
Así es como construyen una red de partidarios que, por deberles favores, se convierten en sus incondicionales. Ese poder crece en relación directamente proporcional al temor que inspira entre quienes no quieren caer en desgracia ante el jefe. Poco importa que la retórica de éste sea la de defensor del pueblo, ecologista intransigente o super izquierdista.
Lo que define todo son los métodos.
Un ex senador y actual embajador en un país vecino ganó notoriedad en el arte de presionar a las autoridades del gobierno del presidente Lagos para conseguir puestos para sus cercanos y, en el caso de no conseguirlos, amenazar con el desquite en el Parlamento.
Digámoslo claramente: será muy difícil llevar a cabo un proceso de verdadera renovación de la política si no libramos una batalla frontal contra el clientelismo y los focos de corrupción.
¿Cuántos parlamentarios pasarían un test exigente en materia de tráfico de influencias?
¿Qué pasa en los municipios? ¿Cuántos hechos dudosos escapan al control de la Contraloría? ¿No se demuestra a cada paso la necesidad de transparentar la vida de los partidos y fiscalizar sus finanzas?
Debemos evitar que los ciudadanos se inclinen a pensar que “todos los políticos son iguales” (o sea, tramposos), lo cual sería una injusticia para quienes tienen sentido del decoro, que son la mayoría. Precisamente por eso es tan importante terminar con el sistema binominal, para oxigenar el ambiente, alentar la competencia y desplazar a los apernados.
Hay que rechazar el impulso de condenar las faltas de los adversarios y perdonar las que cometen los del propio bando.
Parafraseando a un gobernante estadounidense al referirse a un dictador latinoamericano, alguien podría decir con desenfado: “es cierto que fulano es un corrupto, pero es nuestro corrupto”. Esa forma de razonar solo puede contribuir a una mayor degradación de la política y, consiguientemente, al socavamiento de la democracia que tanto nos costó recuperar.
Con criterio partidista, alguien podría decir que “la ropa sucia hay que lavarla en casa”, pero la primera pregunta es cuál es la casa que queremos defender. ¿El partido al que se pertenece? ¿La actual oposición? ¿El actual gobierno? ¡La casa que debe importarnos es el país, y en consecuencia, el predominio de la decencia!
Hoy se discute en Francia, Italia y otros países europeos sobre la necesidad de reducir los privilegios y granjerías de los políticos, incluso la remuneración que reciben.Sería provechoso que esa discusión se abriera paso también en Chile.
La centroizquierda no debe hacerle el quite a estos debates, que son absolutamente sustantivos para el futuro de nuestro país. Si pretende volver a gobernar, debe estar dispuesta a enfrentar sin ambigüedades las prácticas políticas que desprestigian la función pública.
Para que la democracia sea más fuerte y los ciudadanos se sientan llamados a participar en las grandes decisiones, es indispensable sanear la política, no transigir respecto de las malas artes, denunciar cualquier abuso de poder, reforzar el control social sobre todos los que desempeñan cargos de representación.