Lo propio de una campaña presidencial que lleva las de perder es que se centra en lo que hace o deje de hacer un candidato de la competencia. Es lo que le está ocurriendo a la derecha con Michelle Bachelet.
Simplemente, todo lo que hacen sus aspirantes a candidatos, el gobierno y los partidos oficialistas está prendido a las decisiones de la ex mandataria.
Por supuesto, lo que más molesta a la derecha es tener que enfrentar el caso de una candidata que sube en las encuestas guardando silencio, mientras que le ocurre todo lo contrario a Piñera: mientras más habla, más baja en las encuestas. Y, por fin, ahora que el Mandatario ha empezado a moderarse (es decir, a hablar menos), a mostrar gestos de humildad y a confrontarse menos, le comienza a ir mejor.
Pero el oficialismo no está –ni de lejos- en la primera posición en lo que a presidenciales se refiere. Ciertamente esta es una situación desesperante para cualquiera, en particular cuando dispone de casi todo el poder y no ha sabido administrarlo como corresponde y como prometió. Por lo mismo, toda la Alianza pareció empecinada, semana tras semana, en lograr que Bachelet rompa su silencio.
Da la impresión que, mientras menos resultados tenían los sucesivos intentos, más aumentaba el tono agresivo de las declaraciones. Hasta tal extremo se llegó, que la campaña comenzó a ser criticada por los más sensatos desde el propio oficialismo. Era evidente que un ataque tan unilateral e inusitado podía volverse en contra de sus autores, y por eso las voces de alerta aparecieron en la propia derecha.
Sin embargo, la ausencia de una conducción presidencial fuerte está produciendo efectos perniciosos considerables. Aun considerando el repunte recientemente experimentado, las encuestas siguen poniendo a los actuales detentores del poder en una situación difícil.
Pasar del más bajo respaldo antes visto a “solo” un muy bajo respaldo no es como para lanzar fuegos artificiales.
En la Alianza saben que, si no hacen algo, inevitablemente tendrán que abandonar La Moneda. Y cuando faltan los estrategas, es el momento de los tácticos los que, por definición, no son particularmente melindrosos en cuanto a los procedimientos.
A veces las personas hacen confesiones sin pensarlo. El presidente de RN, Carlos Larraín, explicaba hace poco que él se oponía a que los candidatos de la derecha se definieran en primera vuelta. Ello porque “podía haber dos primeras mayorías de izquierda y la derecha quedarse sin candidato”. Esto quiere decir que si la oposición tiene las dos primeras posiciones en primera vuelta y, suponemos, la derecha se queda con las opciones tercera y cuarta, significa desde ya que tienen las de perder porque, en ningún caso, son hoy mayoría.
La situación es más crítica aun debido a dos factores: el Presidente y los presidenciales con menores opciones. Piñera ha demostrado una vez más su enfermiza capacidad de oscilación. La más reciente es haber pasado del llamado a la unidad nacional y de una genérica petición de perdón, a hacerse parte y visar los ataques contra Bachelet. Con esto está todo dicho. El que cambia de conducta con tanta facilidad demuestra que no sabe qué rumbo seguir; lo lleva la corriente como uno más. Por eso es tan mal Presidente.
Objetivamente, Piñera tiene ahora una oportunidad para aumentar su respaldo. Basta con que sea constante, medido, resoluto y coherente con sus compromisos. Pero su verdadera línea han sido las marchas y contramarchas constantes, sin rumbo fijo. Y aun cuando la derecha va camino de recuperar su voto duro, es poco probable que el actual mandatario le sea fiel al tipo de conducta que más lo favorece y que más beneficia al país.
Pero el otro problema que se le presenta al oficialismo es el eslabón débil de la cadena de los presidenciables de gobierno. En este caso, Longueira. Luego de la desatinada intervención del hoy ministro en el caso La Polar, este aspirante se condenó a ser la primera baja en la carrera por suceder a Piñera. Presentó como un hecho histórico el pago de una cifra irrisoria a los afectados por un delito, y con esto pasó el mismo a la historia.
Aquí viene el punto. Como Longueira no tiene nada que perder, está usando el único expediente que le queda a mano y que no es otro que polemizar con Bachelet. En efecto, un candidato que se rezaga y tropieza solo puede remontar si logra que la candidata más ampliamente perfilada en la oposición reaccione ante sus ataques. Por eso se ha inmiscuido en la ridícula situación de entregar él los antecedentes, repetidos y conocidos pero “remasterizados”, que bien pudo entregar por sí mismo el servicial alcalde de Juan Fernández.
Lo que hace Longueira es pedir quedar en el centro de los ataques de la oposición, remontar en la polémica y posicionarse nuevamente, por si resulta. Del ocaso al acaso, podría llamarse este intento. Lo cierto es que el ministro no tiene una verdadera opción: ahora que el gobierno experimenta un repunte en las encuestas, él es un personaje que baja: todo lo contrario de lo que se espera de un buen candidato. Cuando había que hacer el giro hacia la política con altura de miras, hace justo un viraje en reversa. Mal movimiento, mal resultado.
Con todo, hay que decir que la oposición no ha estado en su mejor momento en este episodio. Ha pecado por exceso, se está excediendo en la réplica. Se está bailando mucho al son de la música que pone la derecha y eso no puede ser un buen camino.
Hay que responder a los ataques, pero no todos tienen que pelearse por quién contesta más fuerte y más golpeado. El mejor comportamiento es el que gradúa las respuestas.
Para lograrlo hay que conseguir una buena coordinación y trabajar en equipo. Pero colaborar de esta forma constructiva requiere privilegiar los puntos de consenso opositor, prescindir de las polémicas innecesarias y hacer frente unidos al oficialismo.
Es bueno que la centroizquierda advierta que no le basta tener candidato, también requiere levantar una candidatura común y un entendimiento suficiente para darle gobernabilidad al país. La unidad hace toda la diferencia.