“Mi compromiso es hacer una campaña ciudadana. Soy un independiente, no cuento con las máquinas partidistas con las que cuentan otros, pero sí me ha tocado vivir en un momento muy especial, que es la hora de los independientes”. Así sintetizó Andrés Velasco, el sentido de su postulación presidencial (El Mercurio, 6 de mayo de 2012).
Partamos por reconocer el derecho de hombre sin partido como él, colaborador de los gobiernos concertacionistas, a levantar una candidatura presidencial no partidista. Se subentiende que lo hace desde la oposición al gobierno de Piñera e identificado con la corriente ciudadana de centroizquierda.
Su insistencia en el concepto de “independiente” es, a todas luces, una opción de marketing electoral, que se apoya en el descrédito de los partidos, causado sobre todo por las prácticas turbias en el ejercicio del poder, de lo cual son una muestra los casos de corrupción que hoy son investigados en algunos municipios.
Pero el concepto de independiente es demasiado laxo si solo significa “no militante”. Decir “los independientes somos mayoría”, como sostiene Velasco, es como afirmar que el sol calienta. Hay tantas variedades de independientes, que el calificativo no dice gran cosa.
Si ser independiente implica reivindicar el derecho de los no militantes a participar en las definiciones políticas –por ejemplo, las primarías de la centroizquierda para elegir candidato presidencial-, ello es completamente razonable. Pero la “independencia” como tendencia es un contrasentido; lo normal es que si un grupo se organiza en torno a objetivos que trascienden una elección, tengan que constituir un movimiento, o sea, un proyecto de partido.
Lo indiscutible es que para elevar la calidad de la política, hay que sanear los partidos, corroídos hoy por el peso aplastante de los jefes, la falta de transparencia, la ausencia de democracia interna, la captura de los cargos parlamentarios por una minoría, el sofocamiento de los debates, etc.
No obstante, es ilusorio creer que los partidos son prescindibles. Si desaparecieran, ¿qué entidades los reemplazarían? ¿Los gremios, quizás? ¿Las iglesias? ¿Las ONG? ¿Las asociaciones de beneficencia? El remedio sería peor que la enfermedad.
La salud de los partidos se vería favorecida si estos funcionaran en el marco de un estatuto riguroso, que impida que sean secuestrados por una camarilla. Es indispensable que su financiamiento sea transparente y que sus dirigentes no se eternicen en los cargos.
Se requiere combatir los vicios de los partidos, pero no inhabilitarlos como cauces de expresión ciudadana. La crítica democrática a los partidos puede fortalecer la cultura de la libertad; por el contrario, el discurso anti-partidos puede fomentar el caudillismo y la dictadura.
“La Concertación, tal como la conocimos, fue abandonada por la gente”, dijo también Velasco. Es verdad que la coalición ha perdido autoridad y credibilidad, pero sobre todo porque ha habido quienes, sin renunciar explícitamente a ella, han hecho todo lo posible por liquidarla.
Es obvio que, en tales circunstancias, la tarea de revitalizar la coalición se torna muy difícil. Lo curioso es que algunos enterradores dan a entender que la coalición tiene defectos, pero no su propio partido.
Suponemos que Velasco no quiere que su opinión se confunda con la de algunos de sus más enconados críticos, que son precisamente los adalides del funeral de la Concertación. El problema, hay que repetirlo, no es el nombre de la coalición, sino su contenido.
¿Importa o no que las fuerzas de centro y de izquierda reafirmen su pacto de colaboración? ¿O es mejor que la derecha gobierne unos 20 años?
Velasco sostuvo además: “El pacto PS-DC parece tener un objetivo: evitar que haya primarias amplias”. En rigor, el acuerdo PS-DC fue una expresión defensiva frente a la línea de Girardi de sepultar a la Concertación y formar un frente de izquierda que aísle y debilite a la DC.
Es verdad que no fue clara la redacción del texto firmado por Andrade y Walker luego de la tensión provocada por el acuerdo PPD-PR-PC para la elección de concejales, pero el panorama se ha despejado: la DC ha dicho que tendrá su propio precandidato presidencial, mientras que el PS postula a Michelle Bachelet.
Ahora bien, si esa primaria compromete a las demás fuerzas opositoras y reconoce el derecho a competir de un independiente como Velasco, no tendrían por qué producirse nuevos equívocos. Lo desastroso sería que hubiera cuatro o cinco candidatos opositores en primera vuelta en noviembre del próximo año, lo que crearía condiciones para que el representante de la derecha obtuviera una ventaja irremontable en la segunda.
No calza con el talante de Velasco que diga que “si alguno de los poderosos de siempre quiere bajarme de la primaria, que lo intente”. No hace falta tal desafío. Sería impresentable el intento de cerrarle el paso con malas artes.
La corriente nacional de centroizquierda trasciende a los partidos, pero no puede pasarlos por alto. Además, si aspira a gobernar de nuevo, debe integrar muy amplias fuerzas.
La candidatura presidencial que levante debe expresar el sentir de los millones de chilenos que quieren progreso estable, sin aventuras ni trastornos institucionales, con una democracia más vigorosa y participativa, que favorezca la construcción de una sociedad más cohesionada e igualitaria y, por supuesto, con una economía que crezca a buen ritmo y reparta equitativamente sus frutos.
Chile necesita consolidar los avances de las últimas décadas y proponerse nuevas metas para dar el salto al desarrollo. A esa perspectiva, es dable pensar que Andrés Velasco y quienes lo acompañan contribuirán a su manera y con sus propias fuerzas.