La decisión del gobierno de Argentina, de nacionalizar la empresa YPF para reponer el control estatal sobre la propiedad y explotación de los hidrocarburos, a pesar de la polémica que ha suscitado, no es un acto aislado en América Latina. Pueden diferir en sus métodos pero se producen en diversas naciones.
En Brasil, Venezuela, Perú, Bolivia, Ecuador, a lo menos, las fuerzas gobernantes se proponen caminos que no son idénticos, pero que sí coinciden en formular distintos caminos que apuntan a que sus recursos naturales estén en manos de empresas estatales o de ellas asociadas a consorcios transnacionales en condiciones que signifiquen una reafirmación de la soberanía nacional sobre las riquezas fundamentales de cada país.
La razón es simple. Son muchas las ganancias para el capital foráneo en un lado de la balanza y muchas las expectativas frustradas en nuestras naciones en el otro.
Esta realidad arranca de nuestros orígenes, una vez concluida la independencia los entonces frágiles Estados nacionales entregaron a codiciosos filibusteros, que tenían los capitales indispensables, aquellas riquezas cuya explotación por los propios Estados hubiere cambiado el curso de un destino que nos llevó a “nuestro desarrollo frustrado”.
Además, hace poco, en los años 80, bajo las dictaduras que justificaban sus crímenes, diciendo que resguardaban la seguridad nacional, se realizó una oleada de privatizaciones de todo aquello que esos regímenes lograron subastar. No hubo autodeterminación nacional en ese proceso. Se impuso a sangre y fuego.
Luego, las débiles democracias, sometidas al chantaje del extremismo neoliberal cayeron en renunciamientos de los que hoy sus mismos actores se arrepienten. El caso del propio ex Presidente Carlos Menem que hoy apoya la nacionalización de lo que él privatizó resulta ser un ejemplo aleccionador.
De modo que nuestras naciones pueden legítimamente reclamar lo que les corresponde, una participación mayor en los frutos que entregan las riquezas del subsuelo.
No se trata de la estatización del conjunto de la economía, cuestión que nadie ha planteado por lo demás, pero si de lograr un nuevo contrato entre cada país y sus respectivos socios transnacionales.
Ayer el extremismo privatizador cedió, gracias a las dictaduras, riquezas que no tenía legitimidad para entregar; hoy la democracia en el continente reclama un nuevo trato.
América Latina se siente en el ingrato y eterno papel de financiar gastos y
crisis que no le competen.
Este dilema también incluye a Chile. La decisión gubernamental de licitar la explotación del litio es situarnos fuera de la tendencia continental. Significa ubicarnos como ajenos a un reclamo profundo y transversal. Asimismo, es una medida inconstitucional, se ha buscado un resquicio, “licitar” un determinado stock en un plazo definido.
Con ello, se viola la propia Constitución de 1980, que define el litio como riqueza nacional, estratégica y no concesible.
Los ideólogos de la actual Constitución que detentan influencias decisivas en el gobierno atropellan su propia obra, impuesta por lo demás, en su momento, al pueblo de Chile. El afán de hacer negocios es más fuerte.
El actual ministro de Obras Publicas era estudiante en 1980, no fue parte de esta imposición; sin embargo, en el 2010, desde la cartera de Minería abrió la puerta al concepto que permite esta nueva desnacionalización.
Luego, el instrumento que ha creado el gobierno carece de la transparencia y del debate público necesario y no resguarda debidamente los intereses nacionales. Está lejos de ser una alianza de mutuo provecho entre el Estado y los privados, simplemente es una transferencia a terceros de una riqueza del subsuelo que constitucionalmente pertenece a todos, chilenas y chilenos, sin excepción.
De modo que mientras América Latina forcejea por lo que es suyo, por lograr nuevas condiciones que industrialicen y aumenten su participación en tan rentables negocios, o lisa y llanamente se impulsen procesos de nacionalización, en Chile, las fuerzas del libremercadismo siguen apostando a ganar ilimitadamente, sin pensar a largo plazo, en que de tanto tirar la cuerda ésta finalmente se rompa y el resultado final sea deplorable, en este caso, literalmente un mal negocio.
Debemos pensar en Chile, hay tantas opciones ventajosas de asociaciones del Estado con privados que el apuro para licitar explotaciones de litio parece estar fundado no en razones técnicas sino que en la certeza que habrá cambio de gobierno en las próximas elecciones presidenciales.