Desde que Chile retornó al régimen democrático hace dos décadas, ha persistido en el debate nacional la necesidad de reformar las instituciones de la democracia representativa. Y aunque en el año 2005 el Congreso Nacional aprobó cincuenta y ocho modificaciones constitucionales, continuaron pendientes numerosas materias.
Tanto es así, que la idea de impulsar una nueva Constitución tiene hoy una amplia aceptación y en muchos sectores se manifiesta preocupación por avanzar hacia un mejor funcionamiento de la actual institucionalidad política.
Sin embargo, este convencimiento sobre la necesidad de cambios en este ámbito no ha tenido un correlato en otra área, también de gran importancia para nuestra democracia: el combate a los conflictos de interés, que distorsionan los objetivos de bien común que siempre se debieran buscar en la vida política, la actividad pública y el quehacer empresarial.
Al respecto, habitualmente se escuchan emplazamientos o declaraciones de intención, pero se detecta escaso avance.
Un aspecto central es la regulación del lobby. Sobre esta materia un primer proyecto se presentó el año 2003, sin resultados. Luego, la presidenta Michelle Bachelet formuló una nueva iniciativa en noviembre de 2008, que desde entonces se encuentra en la Cámara de Diputados.
En Chile con frecuencia se puede percibir la influencia desmedida que pueden alcanzar ciertos grupos de presión sobre el Estado –Gobierno y/o Congreso– para que se legisle en pos de sus intereses particulares y contra el bienestar de la mayoría. Se ha avanzado poco en transparentar los contactos y las audiencias de autoridades públicas con personas o empresas, relacionadas con sus áreas de gestión.
Un segundo ítem es el financiamiento de las campañas políticas ya que los grupos de presión pueden aportar materialmente a los candidatos, logrando después influencia en la actividad legislativa. Hoy no es posible transparentar totalmente quién financia a cada parlamentario.
En tercer lugar, los conflictos de interés que podrían representar ciertas conductas parlamentarias, con escaso control o seguimiento por parte de los ciudadanos.
La fuerza de los poderosos
En nuestro país hemos sido testigos de los efectos nocivos que puede tener la presión de actores poderosos cuando ven afectados sus intereses particulares. Esto se ha dado en distintas áreas, en oportunidades en que se ha intentado caminar hacia metas de interés nacional.
Desde hace años hay suficiente acuerdo sobre la necesidad de hacer cambios al sistema electoral binominal. Sin embargo, como esto significa rediseñar los actuales distritos, el temor a la pérdida de poder ha hecho que los partidos y sus parlamentarios hayan sido incapaces de acordar fórmulas para una normativa electoral de reemplazo.
Además, la propuesta de establecer una inscripción electoral automática ha sido obstaculizada por la reticencia de muchos que se sienten amenazados al ver reconfiguradas sus bases electorales.
En lo económico, se puede consignar que hace pocas semanas desde el Ministerio de Economía se promovió un acuerdo para repartir las cuotas de pesca, sin licitación y sin resguardar de la mejor manera los intereses de los pescadores artesanales.
En el ámbito de las comunicaciones, durante el debate sobre la televisión digital, resultó indesmentible que la asignación de señales en el espectro radioeléctrico resultaría funcional a las estaciones de televisión actualmente en operación.
En el manejo de la probidad a nivel gubernamental, persisten áreas grises. El paso de ex funcionarios de Gobierno a actividades empresariales, relacionadas con el sector que ellos mismos supervisaban, ha sido motivo de denuncia recurrente en los últimos años.
También esto es negativo en la dirección inversa, cuando desde el sector privado hay quienes asumen puestos de fiscalización en el aparato público: el incentivo a fiscalizar con fuerza es escaso si el funcionario tiene la perspectiva de regresar al mundo privado.
Otra área es la poca transparencia de los funcionarios públicos o parlamentarios que toman decisiones o legislan en tópicos que los afectan a ellos mismos, directa o indirectamente. La decisión de inhabilitarse frente a estos temas es solo voluntaria.
Y las declaraciones de patrimonio e intereses de los parlamentarios suelen hoy ser imprecisas, o bien los antecedentes pueden ser ocultados mediante subterfugios formales.
Recientes estudios, como los de la Fundación Ciudadano Inteligente, revelan que una proporción importante de legisladores no completa adecuadamente la declaración de las sociedades a las que pertenecen. Y que tampoco se abstienen de votar en leyes que inciden en las actividades comerciales o económicas de las empresas en las que ellos tienen propiedad.
Por otra parte, en días recientes, ha habido señales preocupantes desde el Poder Ejecutivo.
La perspectiva de consagrar un Consejo para la Transparencia fuerte y autónomo –que debiera importar a toda la comunidad nacional– resultó debilitada al ser cuestionada la acción de este desde La Moneda.
Por otra parte, declaraciones ministeriales de que se evaluaría a los magistrados según el sentido que tengan algunos de sus fallos, pueden ser consideradas como presiones atentatorias contra el valor básico de la independencia judicial.
Así, muchas prácticas en que incurren autoridades de distinto signo, empresarios y representantes sociales pueden representar, en el Chile de hoy, una vulneración al principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cuando algunos intereses particulares influyen sobre metas de bien común, es perjudicado el interés de la población.
La sospecha
Los indicadores referidos a las malas prácticas son en nuestro país comparativamente mejores que los de otras naciones latinoamericanas. Pero eso en ningún sentido puede tranquilizarnos. Estamos muy lejos de aquellas sociedades que han logrado estatus de transparencia y probidad fortalecedores de sus democracias y de los derechos de las personas.
Los chilenos podemos razonablemente sospechar que, en alguna medida, ciertos temas nacionales podrían estar virtualmente secuestrados por intereses sectoriales.
Esto explicaría en parte los bajos niveles de confianza que imperan desde hace años hacia la mayor parte de las instituciones del país. Se trata de un fenómeno que afecta la capacidad de representación, es decir, la posibilidad de que las instituciones democráticas articulen intereses diversos y resuelvan conflictos.
Es obvio que esto afecta sobre todo a los más pobres, a los que tienen mayor dificultad para agruparse y hacer ver sus carencias.
La superación de muchas de las situaciones recién mencionadas se vincula, indudablemente, al desarrollo de un mejor estándar ético entre nosotros. A la conciencia de que todos debemos contribuir al bien común, en cuanto ciudadanos. Pero también se vincula al impulso de una normativa proclive a las buenas prácticas de transparencia en la toma de decisiones públicas.
Leyes referidas a la regulación del lobby, al financiamiento de los partidos políticos y las campañas electorales, a una efectiva accountability de la gestión parlamentaria, así como a una más moderna restricción a los enroques de directivos entre lo público y lo privado –y viceversa– son, entre otras iniciativas, condiciones esenciales para restringir y regular los conflictos de interés.
Esperamos un gran impulso en este sentido que nos permita construir una mejor democracia y un país más justo y equitativo.